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Los lenguajes identitarios

Published on: jueves, 20 de mayo de 2021 // ,


Algunos grupos utilizan determinadas palabras no tanto por su significado como por su simbolismo


por Álex Grijelmo


24 de abril de 2019


El Diccionario de la Lengua Española no acoge el adjetivo “identitario”, que sin embargo está bien formado y responde a los criterios del genio del idioma. El radar académico no captó con la suficiente intensidad este vocablo, que se usa en antropología, etnología y otras ciencias sociales. Lo escribiremos aquí como adjetivo para acompañar al sustantivo “lenguaje” y referirnos así a un tipo de léxico que se constituye en símbolo de una ideología o de un grupo, cuyos miembros lo adoptan a veces con una doble intención: por un lado, identificarse públicamente y entre sí mediante esas palabras; y, por otro, propiciar que su colectividad rechace a quienes no se doblegan a su uso.


En los lenguajes identitarios tal como los entendemos en este texto, determinadas palabras adquieren el papel de símbolos, funcionan como insignias que el hablante se pone en su solapa con la idea de mostrar que son “la verdad”. Porque, como escribió el profesor Wenceslao Castañares en su Historia del pensamiento semiótico (2014. Vol. 1), “el símbolo tiene un claro sentido identitario, al tiempo que normativo: en él se recoge de forma sintética la doctrina verdadera”. El símbolo es así la bandera a la que debe engancharse una colectividad para sentirse como tal.


La ropa, los adornos, los himnos, los escudos… forman lenguajes identitarios cuando se usan para significarse como miembros de un grupo. Y, por supuesto, también la palabra. Bastan apenas una decena de ellas, pero repetidas con intensidad, para constituir un léxico identitario. 


El ensayista francés Jean Pierre Faye analizó este fenómeno en su monumental obra Los lenguajes totalitarios (Taurus, 1974, 980 páginas), y observó cómo determinados grupos prohíben a los otros el uso de ciertos vocablos mientras imponen los suyos.


A veces esos procesos no se mantienen siempre, y el léxico identitario pasa de prestigioso a proscrito, como sucedió por ejemplo con la propia palabra “totalitario”, nacida entre los fascistas italianos que propugnaban la “transformación total” de la vida pública. O con el vocablo “fascismo”, inventado por Mussolini a partir de la palabra “fascio”, un término que en la Italia del XIX formaba parte del lenguaje de la izquierda.


Los nazis identificaron con el neologismo volkischer al auténtico nacional del pueblo, idéntico consigo mismo (Faye, 304), que se opone al diferente. Y de ahí saldrá el volksgenosse, el camarada del pueblo: de nuestro pueblo. Términos inventados que más tarde se traducirían a otras lenguas (y ya fuera del control nazi) con el equivalente “racista”.


Por su parte, Victor Klemperer (el maestro judío que retrató las palabras del nazismo que sufría) recuerda en su obra La lengua del Tercer Reich (edición de 2001, página 70) el afán de los seguidores de Hitler por bautizar, por introducir expresiones nuevas; y describe “sus burdas frases muchas veces construidas de forma lesiva para la lengua alemana”.


Así, según relata Klemperer, la palabra “fanático” (que se usaba hasta entonces con sentido crítico) se convirtió en positiva para los nazis. Los demás preferían decir “apasionado” cuando se elogiaba el entusiasmo de alguien, pero eso precisamente los podía marcar como ajenos a la identidad adecuada.



Aquel lenguaje identitario implicaba incluir a la vez que excluir, y por eso el hertz (hercio), la unidad de medida de la frecuencia de sonido, no podía denominarse en Alemania con ese nombre judío (el de Heinrich Rudolf Hertz, su descubridor). Y también eran contrarios a la identidad correcta los nombres propios extraídos del Antiguo Testamento, por lo que constituía una temeridad bautizar a una bebé como Sara.


Entre nosotros, el franquismo se apropió por su parte de palabras como “patria”, “paz”, “caudillo”… incluso se adueñó del nombre de España.


El lenguaje de ETA también tendió a construir una identidad, con un amplio léxico que no convenía incumplir en según qué ámbitos, so pena de correr riesgo físico. No existían en ese lenguaje ni asesinatos ni atentados de ETA, sino “acciones”; ni terroristas, sino “gudaris” o “activistas”.


Aunque los totalitarios fueran maestros en el arte de la manipulación lingüística, el léxico identitario se ha convertido en herramienta de muy distintas fuerzas sociales, a menudo muy alejadas del fascismo; y a veces involucradas en luchas justas y democráticas, incluso de carácter transversal a ideologías y bandos.


La izquierda española tardó en pronunciar durante la Transición la palabra “España”, a la que sustituía con frecuencia por el término “el Estado” o por la locución “el Estado español”. En la Transición, el término “dictadura” corría de boca en boca entre los progresistas, mientras que la derecha prefería hablar de “el régimen anterior”. Cada parte adoptaba su propio vocabulario simbólico.


Los partidos nacionalistas que existen en España han producido una gran cantidad de léxico identitario. Un ciudadano vasco que dice “Iparralde” o “Euskadi Norte” se identifica de una manera muy distinta a la del vecino de su misma calle que pronuncie “el País Vasco francés”. Asimismo, se da una diferencia identitaria entre quienes se refieren a la lengua vasca como “euskera” y quienes hablen del “vascuence”. (Este término castellano procede del latín vasconice; es decir, que etimológicamente “hablar vascuence” es hablar “a la manera vasca” o “vascamente”; sin que nunca tuviera sentido despectivo; pese a lo cual se ha presentado como peyorativo desde una perspectiva identitaria).



De su parte, el léxico identitario nacionalista catalán se refleja ahora por ejemplo en quien hable de “presos políticos” en lugar de “políticos presos”; o se refiera a Puigdemont como “exiliado” en vez de “fugitivo”.


La aparición de Podemos ha tendido asimismo a crear un lenguaje identitario de sus inscritos, círculos y confluencias. Así, por ejemplo, en el léxico de sus dirigentes adquiere preponderancia la expresión “el jefe del Estado” frente a la más común forma “el Rey”. (Los dirigentes de Podemos no suelen nombrar de una manera neutral nada de lo que discrepan). Y vemos sus referencias al “bloque monárquico” para englobar a los partidos constitucionalistas (reduciendo así la Constitución a un solo asunto: la Monarquía). Otros rasgos de su lenguaje identitario han sido expresiones como “el régimen del 78”, “la casta”, o “la vieja política”.


También hemos conocido estos lenguajes simbólicos en grupos cuyos miembros se identifican entre sí al margen de la política, como pandillas de jóvenes, presidiarios, juristas, expertos en mercadeo o informáticos… Sobre todo entre informáticos.


En los últimos años (y solapándose con algunos de los casos reseñados aquí) asistimos a una nueva incorporación a estos lenguajes identitarios: la del movimiento feminista. Así, las duplicaciones de género habituales en los sustantivos (“todos y todas”, “ciudadanos y ciudadanas”, etcétera; aunque no tanto con “los ricos y las ricas”, “los poderosos y las poderosas” o “los corruptos y las corruptas”) definen, o no, a quien comparte las reivindicaciones por la igualdad de la mujer. La persona que emplee un lenguaje duplicador será tomada como feminista; y de ese modo se puede levantar cierta desconfianza hacia quien no lo haga.



Otros términos que empiezan a constituir un lenguaje identitario feminista mediante su uso conjunto y reiterado son “patriarcado”, “heteropatriarcado”, “androcentrismo”, “sororidad”, “empoderamiento” o “género” (“violencia de género”, por ejemplo); expresión eufemística ésta, por cierto, en la cual, si se invocaran los mismos criterios que conducen a las duplicaciones, se debería criticar la “invisibilidad” del sexo al que pertenece quien comete esa violencia.


Varios de esos vocablos son necesarios, sin embargo, para acompañar y extender las reivindicaciones feministas y nombrar lo que se denuncia, pero eso no impide que contribuyan a conformar técnicamente un léxico identitario.


Quizás la palabra más definitoria de este nuevo lenguaje identitario sea “jueza”. Y nos detenemos en ella porque su evolución se está produciendo ante nuestros ojos contemporáneos y nos sirve para radiografiar de primera mano estos procesos.


En español, el género de los sustantivos lo marcan el artículo o los adjetivos con los que concuerdan, no necesariamente su morfología. Así, decimos “la modelo”, “la canguro”, “la contralto”, “la sobrecargo”, “la soprano”, “la mano” (femeninos terminados en o)…, y “el pediatra”, “el espía”, “el fisioterapeuta”, “el internauta”, “el día” (masculinos terminados en a); y “el jeque”, “la esfinge” (ejemplos terminados en e, pero uno masculino y el otro femenino).


Son los artículos, los adjetivos o los pronombres los que también definen el sexo de “juez” y de las personas representadas en el llamado “género común” (el que comprende palabras válidas tanto para el masculino como para el femenino). Es decir, en esos casos el sexo se manifiesta mediante las concordancias, no por su flexión morfológica de masculino y femenino: joven, huésped, mártir, criminal, amante, corresponsal, comensal, cónyuge, profesional, agente, alférez, ujier, confidente, intérprete, cantante, paciente, cómplice, rehén…


Pero ninguno de estos sustantivos ha experimentado la presión que se ha ejercido sobre “juez” para añadirle una a a su base, si bien se han dado casos similares, quizá de menor intensidad, con “concejala”, “edila” y “fiscala” (pero no con “criminala”, “comensala” o “corresponsala”, por ejemplo).



La variante de “juez” terminada en a entra en el Diccionario Manual académico en 1989 (referida solamente al cargo de juez y no a “la mujer del juez”), mucho antes, sorprendentemente, de que su uso estuviera extendido; y en 1992 lo hace en el Diccionario Usual (pero en esta ocasión para compartir el significado con “la mujer del juez”). Se produjo así un extraño caso de anticipación académica del que se extrañaría en 1996 el entonces director de la docta casa, Fernando Lázaro Carreter, según le comentaba a Joaquín Vidal en una entrevista para ELPAÍS: “Se introdujo antes de que yo fuera director y no tengo la menor idea de quién la trajo. (…) ‘Jueza’ es realmente espantoso y estamos intentando llegar a un acuerdo para eliminarla del diccionario”.


Desde que en 1978 toma posesión la primera juez española (Josefina Trigueros, en Navalmoral de la Mata) y hasta los años noventa, la opción “la jueza” apenas se activó en España, quizás debido a que no añadía ninguna información frente a “la juez”. Porque el mismo significado tienen “la juez” y “la jueza” y “las jueces” y “las juezas”; y “los jueces y las jueces” frente a “los jueces y las juezas”. La visibilidad de la mujer juez es idéntica en las tres comparaciones. Y el margen de hipotética ambigüedad en estos casos no difiere del que se produce con otros vocablos similares (“oficiales de policía”, “pacientes del hospital”, “jóvenes entusiastas”), resuelto casi siempre por el contexto.


El corpus académico de textos publicados entre el origen de la lengua y el año 1975 (el llamado CORDE, con más de 250 millones de registros de todo el ámbito hispano) ofrece un solo caso de “la jueza”, y referido a la esposa de un juez (en un texto de Emilia Pardo Bazán), por ninguno para “la juez” como relativo a esa profesión. Obviamente, las jueces brillaban entonces por su ausencia. El corpus que comprende el periodo 1975-2004 (el CREA, con 160 millones de palabras) muestra ya 591 casos de “la jueza” frente a 873 de “la juez”. Y finalmente, el corpus del siglo XXI (o CORPES, con unos 230 millones), invierte el resultado: 1.552 registros de “la jueza” (opción que sale ganadora) por 1.204 de “la juez”. (La mayoría de los casos de “la jueza” procede de periódicos de Argentina y Chile; con un centenar de registros en España, donde el uso de este término no es amplio hasta la segunda mitad de los noventa).


¿Y por qué se ha ido extendiendo entre nosotros la opción “jueza” como hemos visto? Pues porque sí que añade algo frente a “la juez”: añade identidad. Y su expansión general en los medios informativos españoles coincide con la eclosión de la justa lucha feminista, todavía inacabada.


Pero tal presión no se ha dado por razones gramaticales o de significado, sino por motivos extralingüísticos. “Jueza” no funciona como una palabra sino como un símbolo.


Algún día, cuando “jueza” sea la opción que domine en el uso de los hispanohablantes (la tendencia así lo indica), dejará por ello mismo de representar un papel identitario: una insignia carece de valor peculiar cuando la lleva todo el mundo.


Si la igualdad deseable entre hombres y mujeres no se hubiera alcanzado aún cuando “jueza” se convierta en única opción de uso, la presión pasará quizás a otros vocablos del “género común”, para los cuales se buscará su femenino específico y reivindicativo. Este efecto dominó (Dwigth Bolinger, 1980) se detendrá previsiblemente, sin embargo, si el feminismo gana antes la batalla por la igualdad real. Cuando esa victoria se dé, el lenguaje dejará de ser un objetivo; porque los nuevos contextos, y con ellos las mujeres, se habrán apoderado de significantes que antes eran discriminatorios (como ya pasó con “patrimonio” o “patria potestad”, por ejemplo).


Los lenguajes identitarios sirven para agrupar a los miembros dispersos que defienden una causa, para resaltar su unión; para avanzar en la conquista de espacios. Y se hace muy difícil criticar esa lucha justa por quien comparte sus principios.


Por tanto, nos limitaremos aquí a señalar los riesgos de los cuales se nos alerta desde las ciencias sociales: Que los postulados de la adhesión identitaria reclamen la exclusión de quienes no la compartan (como indicaba el editorial de Gazeta de Antropología de marzo de 2008). Y que esos términos, según nos previno Roland Barthes, funcionen como un sociolecto que “da seguridad a todos los individuos que están dentro” mientras “rechaza y ofende a los que están fuera”, creando un discurso “en el que no hay lugar para el otro. De ahí la sensación de asfixia, de enviscamiento [irritación], que puede provocar en los que no participan de él”. Porque el carácter intimidante de un sociolecto no actúa solo hacia los que están excluidos, también es limitador para quienes lo comparten (Roland Barthes, El susurro del lenguaje, 2009: 153-156).


Así pues, el riesgo en el empeño de construir una corriente identitaria puede anular la pluralidad interna en la sociedad que comparte de hecho tal identidad, y expulsar de ese modo a quienes incluso aspiraban a sentirse parte en esa lucha.


Esto guarda su lógica interna en las corrientes totalitarias, pero no debe suceder en aquellas que nacen de postulados democráticos, en las cuales se puede admitir y considerar iguales a quienes defienden la misma causa con distintas palabras. Para ello, eso sí, hace falta que el lenguaje identitario, cualquiera que sea su objetivo, funcione como una legítima elección de cada persona y no se convierta nunca en una imposición social que se cobra como precio la exclusión de los otros.



Este artículo ha sido publicado en el número 4 de la revista Prisma, que puede descargarse gratuitamente aquí.

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