Cosas vistas
por Julien Coupat et al.
Al romper el ritmo habitual del mundo, la pandemia de Covid-19 ha actuado como un revelador de nuestras existencias y del mundo en el que vivimos. Los autores de esta tribuna dan testimonio de lo que han visto desde marzo (y desde Francia). Este texto se publicó simultáneamente en los sitios web de Terrestres y Reporterre el 4 de septiembre de 2020.
Hemos visto la libertad más básica de las constituciones burguesas —la libertad de ir y venir— ser abolida en un chasquido de dedos.
Hemos visto a un presidente que afirma regular los «detalles de nuestra vida cotidiana» desde el Palacio del Elíseo.
Hemos visto a un gobierno que promulga de la noche a la mañana nuevas costumbres, la forma correcta de saludarse y que incluso decreta una «nueva normalidad».
Hemos escuchado que a los niños se les llama «bombas virológicas»; para después, finalmente, decir que no.
Hemos visto a un alcalde que ha prohibido sentarse más de dos minutos en las bancas de «su» ciudad y a otro que ha prohibido comprar menos de tres barras de pan a la vez.
Hemos oído a un profesor de medicina deprimido que habla de «una forma de suicidio en masa para ellos y para los demás» a propósito de jóvenes que tomaban el sol en un parque.
Hemos visto un sistema de medios de comunicación perfectamente desacreditado que trata de recuperar una onza de crédito moral a través de una empresa de culpabilización masiva de la población, como si la resurrección del «peligro juvenil» fuera a traer la suya.
Hemos visto a 6000 gendarmes de las unidades de «montaña» apoyados por helicópteros, drones, lanchas rápidas y 4×4, comprometidos en una cacería a nivel nacional de los agrimensores de senderos, orillas de ríos, lagos, sin mencionar, por supuesto, costas.
Hemos visto a polacos en cuarentena que reciben la orden de elegir entre tomarse fotos en casa con una aplicación que combina la geolocalización y el reconocimiento facial, o recibir una visita de la policía.
Hemos oído a los ancianos que golpean la puerta de sus habitaciones de la Institución Residencial para Personas Mayores Dependientes pidiendo que les dejen salir para ver el sol quizá una última vez, y la barbarie civilizada se cubre con excusas sanitarias.
Hemos visto que la noción de «distancia social», ideada en los Estados Unidos de la década de 1920 para cuantificar la hostilidad de los blancos hacia los negros, se ha convertido en la norma evidente de una sociedad de extraños. Hemos visto así un concepto nacido en respuesta a los disturbios raciales de Chicago de 1919 ser movilizado para congelar la ola insurreccional mundial de 2019.
Hemos visto, en nuestras noches confinadas, que los satélites de Elon Musk reemplazan las estrellas, así como la caza de Pokémon reemplazó la caza de mariposas extintas.
Hemos visto de un día para otro nuestro departamento, que nos habían vendido como refugio, cerrándose sobre nosotros como una trampa.
Hemos visto la metrópoli, una vez desaparecida como el teatro de nuestras distracciones, revelarse como un espacio panóptico de control policial.
Hemos visto en toda su desnudez la estrecha red de dependencias de la que nuestras vidas están suspendidas. Hemos visto a qué se sujetan nuestras vidas y por qué somos sujetados.
Hemos visto, en su suspensión, la vida social como una inmensa acumulación de limitaciones aberrantes.
No hemos visto ni Cannes, ni Roland Garros, ni el Tour de Francia; y eso estuvo bien.
Hemos leído esta declaración del Centro de Empleadores Suizos: «Debemos evitar la tentación de que algunas personas se acostumbren a la situación actual, o incluso que se dejen seducir por sus insidiosas apariencias: mucho menos tráfico en las carreteras, un cielo desértico por el tráfico aéreo, menos ruido e inquietud, una vuelta a la vida simple y al comercio local, el fin de la sociedad de consumo… Esta percepción romántica es engañosa, porque la ralentización de la vida social y económica es en realidad muy dolorosa para innumerables personas que no desean soportar más esta experiencia forzada de decrecimiento».
Hemos visto a los Estados Unidos, Francia o Italia que declaran una guerra que está destinada a ser despiadada contra un enemigo que es, por supuesto, invisible, e imitar el poder chino en esto. Hemos visto a los Estados más occidentales que adoptan de forma natural las palabras, los métodos y las maneras que se consideran característicos del «despotismo oriental»; pero sin los medios para hacerlo. Hemos visto que la despiadada gubernamentalidad de China es designada como un enemigo porque en realidad sirve como modelo. Hemos visto hacia dónde tienden las democracias.
Hemos visto que lo social es cada vez más absorbido por lo gubernamental, y que lo gubernamental se reduce a lo puramente hostil. Hemos visto la separación consumada que coincide con el proyecto de una gubernamentalidad perfecta.
Hemos visto durante semanas el interminable sketch televisivo de los cubrebocas, las pruebas y los puntos de reanimación. Y hemos visto en esta mascarada un reflejo de nuestra propia e inconmensurable impotencia. Hemos visto la pasión triste de estar bien gobernado como algo que siempre tiene que ser decepcionado.
Hemos visto a las costureras de las aldeas suplir las carencias del Estado y a los cuidadores hablar más alto que un presunto Presidente. Sólo hemos visto portavoces sin voz, generales sin ejércitos, estrategas sin estrategia y ministros sin magisterio. Hemos visto la vieja fe en el Estado desmoronarse en el mismo momento en que se le ha dado al Estado una razón de ser inesperada.
Hemos visto al Estado francés, tan comúnmente golpeado por la grandiosidad como todo aquello que es francés, reducido a su verdadero estatuto de Estado fallido. Lo hemos visto escondiendo bajo los oropeles de su aparato una realidad del Tercer Mundo: robando cubrebocas a sus propias colectividades locales y a sus «aliados europeos», movilizando al ejército como el primer presidente mexicano que vino a escenificar un control de la situación en el que nadie cree, imitando la eficacia de cartón con helicópteros y trenes de alta velocidad, apropiándose como propios los estallidos espontáneos de solidaridad hacia los cuidadores que nunca había dejado de desplumar.
Hemos visto, a través de los agujeros de los abrigos de las enfermeras, el intenso bricolaje que pasa por «nuestras instituciones».
Hemos visto la meta-burocracia privada de las empresas consultoras mundiales tan torpe como la burocracia estatal, y en todas partes extendiendo su control.
Hemos visto cómo los Estados Unidos, en los hechos un Estado fallido, cuenta con el valor de Francia.
Hemos visto por todas partes la pretensión de administrar las cosas, de gestionarlas desde lejos, chocando con la realidad; y eso, para empezar, en el hospital.
Hemos visto que el reflejo de centralizar-planificar-organizar en todas partes empeora la situación, y sólo mejora la imagen de los organizadores.
En el punto álgido de la crisis, hemos visto al Estado como algo que ya no necesitamos, y del que nada emana en forma de alivio más que una sorda amenaza y golpes bajos. Hemos visto que vivir sin el Estado, o lejos de su imperio, se ha convertido para muchos en la primera medida vital.
Hemos visto cómo la autoorganización local se despliega, de lo cercano a lo cercano, dentro de los territorios vividos, como un reflejo vital que devuelve un poco de sentido y agarre, como una experiencia ínfima pero real de potencia colectiva.
Hemos visto la pasión por el jardín, o incluso el gallinero, apoderarse de aquellos que hasta entonces sólo tenían tres macetas de flores marchitas.
Hemos visto, en el galope de prueba del confinamiento mundial, que no hay ruptura entre un mundo antes y un mundo después. Lo hemos visto como un simple revelador del mundo que ya estaba ahí, pero cuya coherencia hasta ahora había sido mortal.
Hemos visto el surgimiento, con el arresto domiciliario de la mayoría de la población mundial, de la nueva arquitectura plenamente dispuesta de la separación, donde la ausencia de contacto es la condición para que todas las relaciones sean mediadas cibernéticamente.
Hemos visto la aparición del hasta ahora clandestino ecosistema de la vigilancia de masas, a la luz de algunas estadísticas del Ministerio del Interior sobre el 20 % de los parisinos que se marcharon de su ciudad para confinarse en otro lugar. Hemos visto que era inútil, en este ámbito, distinguir entre la organización estatal y los data brokers privados, entre los que detentan los títulos y los que disponen las palancas.
Hemos oído a Eric Schmitt, antiguo jefe de Google, que se ha convertido en un pilar del complejo militar-industrial estadounidense, formular aquello que se cuidan de no decir oficialmente en Francia: la desescolarización conectada de los niños es, en efecto, un «experimento masivo de educación a distancia». Luego especifica el plan: «Si queremos construir la economía y el sistema educativo del futuro en toda la televisión, necesitamos una población totalmente conectada y una infraestructura ultrarrápida. El gobierno necesita hacer inversiones masivas —tal vez como un paquete de estímulo— para convertir la infraestructura digital de la nación en plataformas basadas en el cloud y conectarlas a través de la red 5G». Hemos visto en su llamada de gratitud a los gigantes digitales —«¡Piensa en cómo sería tu vida en Estados Unidos sin Amazon!»— la voz triunfante de los nuevos amos.
Hemos visto, bajo el pretexto imparable de la pandemia, que aparece la coherencia de las partes hasta entonces desarticuladas de los planes imperiales: geolocalización, reconocimiento facial, Linky, exceso de drones, prohibición de pagos en efectivo, Internet de las cosas, generalización de los sensores y la producción de rastreo, arresto domiciliario digital, privatización exasperada, economías masivas mediante el teletrabajo, el teleconsumo, la teleconferencia, la teleeducación, la teleconsulta, la televigilancia y, por último, la telelicencia.
Hemos visto en el nivel de equipamiento tecnológico de cada uno las condiciones para soportar una forma de encarcelamiento que, incluso hace diez años, habría resultado intolerable; algo así como la introducción de la televisión en la cárcel extinguió las grandes revueltas que había.
Hemos sido testigos de la rápida inflación de un tipo específico de tecnologías: de las que Kafka dijo que perecemos porque «multiplican lo fantasmal entre los hombres».
Hemos visto, con el confinamiento mundial, la socialización de lo virtual respondiendo a la virtualización de lo social. Lo social ya no es lo real. Lo real ya no es lo social.
Hemos visto en los Estados Unidos que el toque de queda de la policía ha tomado el relevo del confinamiento sanitario, y las aplicaciones de rastreo imaginadas «para el Covid» se utilizan para rastrear a los amotinados.
Hemos visto en Francia que las manifestaciones que antes estaban prohibidas por razones impenetrables de orden público, ahora son prohibidas por razones impenetrables de orden sanitario.
Hemos visto, una vez que la población ha sido confinada, que la policía goza hasta el asesinato su soberanía recuperada en un espacio público idealmente desierto. Y hemos visto a cambio, en los Estados Unidos, en qué puede consistir el éxito del desconfinamiento: el regreso a las calles, los motines, los saqueos, la reducción a cenizas de la policía, los grandes almacenes, los bancos y los edificios gubernamentales.
Hemos visto en un balcón de Nantes esta estúpida y cobarde pancarta: «¡Quédense en casa! ¡Preparemos las luchas del mañana!».
En todas partes, hemos visto a ciudadanos que se hacen eco del «¡vuelve a casa!» ladrado por los policías y sus drones.
Hemos visto a la izquierda, como siempre, en la vanguardia del «civismo» que los gobernantes aspiran a producir; en la vanguardia, por lo tanto, del controlismo.
Hemos visto cómo el chiste de los «permisos para vivir» imaginados en 1947 por los dadaístas del Da Costa Encyclopédique se ha hecho realidad como una política de Estado y una medida ciudadana. El hecho de que fuera posible para todos obtenerlos debería habernos alertado sobre la naturaleza estrafalaria de la iniciativa.
Hemos visto de qué se trata el «rigor fiscal», así como el imperativo moral de levantarse temprano en la mañana para ir al trabajo.
Hemos visto, para aquellos que continúan trabajando, que el trabajo forzado es la verdad del trabajo asalariado, que la esencia de la explotación es no tener límites y que la autoexplotación es su primer recurso.
Hemos visto la jerarquía social como puramente basada en el grado de parasitismo. Hemos visto a la sociedad del utilitarismo enviar a sus propios gerentes a casa como «no esenciales».
Hemos experimentado en la falsa alternativa entre un espacio público bajo completo control y un espacio privado prometido a la misma suerte la falta de lugares intermedios de los que podamos retomar localmente en nuestras manos condiciones de existencia que, por todos lados, se nos escapan. Hemos visto en la proliferación de intermediarios de todo tipo —tanto comerciales como políticos, tanto intelectuales como sanitarios— la consecuencia de esta falta de lugares.
Hemos sentido al aparato mediático y gubernamental, desde palinodias hasta crudas mentiras, desde contradicciones abiertas hasta revelaciones fingidas, tocando durante dos meses en nuestros estados de ánimo como en un piano. Y disfruta tanto del ejercicio que pretende continuar el mayor tiempo posible.
Hemos experimentado cómo, por la insondable amenaza del virus, se nos vinculó a nosotros mismos al vincularnos con los demás, pero por un vínculo que es la propia desvinculación: el miedo.
Hemos visto surgir una nueva virtud cívica de lo que sólo ayer fue un delito: estar enmascarado. Hemos visto que el pavor proclama su altruismo y la normopatía se da como ejemplo. Hemos visto el más completo desconcierto sobre el modo de vivir, la más completa extrañeza hacia uno mismo, dando lecciones de saber-vivir. Hemos visto en esta incertidumbre, y en esta extrañeza, la promesa de una moral completamente reprogramable.
Hemos visto a gobernantes y corporaciones transnacionales que celebran el care con la única esperanza de disuadirnos de hacerles la guerra. Hemos visto a los campeones del descrédito que tratan de cubrir los abucheos que se les hacía al hacer que los condenados del asalariado aclamaran. Hemos visto a los evasores que inventan siempre el heroísmo de los «luchadores de primera línea» como la última forma de esconderse.
Hemos visto cómo la imposibilidad de distinguir la verdad de la mentira, y no el reinado exclusivo de la mentira, nos hacía maniobrables a voluntad, cómo, al ser negada sistemáticamente la más mínima información concluyente durante el día por otra no menos improbable, bastaba con mantener una cierta niebla sobre todos los datos cuyo monopolio tienen los gobernantes para hacernos perder el equilibrio.
Hemos visto a la ciencia tan plagada de intereses que es incapaz de producir el más mínimo indicio de verdad. Hemos visto el saber tan saturado de poder que ha implosionado. Nos hemos quedado con la intuición y la investigación situada como los últimos caminos practicables de acceso a lo real, como las raíces de todo razonamiento lógico.
Hemos visto la causa de la «salud pública» como una expropiación pura y simple de cualquier certeza sensible sobre nuestra salud real.
No hemos probado la benévola inquisición de las «brigadas de ángeles guardianes» del doctor Olivier Véran.
Hemos visto al soberano republicano realizar su sueño de reunir para su misa a todos sus súbditos idealmente separados frente a su pantalla entre las cuatro paredes de su casa, y finalmente reducidos a su contemplación exclusiva. Hemos visto al Leviatán realizado.
Hemos visto a Macron apoderarse pacíficamente del 1 de mayo de los trabajadores y de los días felices del Consejo Nacional de la Resistencia, y a los izquierdistas imitando su legado en lugar de concluir que había caducado para siempre.
Hemos visto, durante dos meses, al siempre presente izquierdismo multiplicar las convocatorias en el vacío y los programas para nadie. Hemos visto que es incapaz, en estas «circunstancias excepcionales», de hacer otra cosa que no sea movilizar, es decir, explotar hasta el agotamiento los últimos recursos subjetivos.
Hemos visto a los grandes libertarios alabando el confinamiento y promoviendo la utilización ciudadana de cubrebocas y a los mayores fascistas denunciando la tiranía. El anarquista que quiere creer en la buena voluntad o incluso en la benevolencia del Estado nos recuerda así que no hay gobierno sin autogobierno, y viceversa. El gobierno y el autogobierno son solidarios, forman parte del mismo dispositivo. El hecho de que el pastor cuide de su rebaño nunca le ha impedido llevar los corderos al matadero.
Hemos visto a los marxistas, aturdidos por el hecho de que los «servidores del capital» interrumpen su reproducción en menor medida, ahogarse de que el clero de la economía decide bloquearla un poco, en resumen: hemos visto a los marxistas descubrir que la economía no es un dato crudo e insuperable, sino una forma de gobernar, y de producir, un cierto tipo de hombres.
Hemos visto a un burgués de Borgoña, un filósofo en su tiempo, que ayer mismo cantaba «la economía como ciencia de los intereses apasionados» y pedía a Microsoft que financiara su cátedra universitaria, convocando salir de la economía.
Hemos visto, con ocasión del confinamiento, a un rico chino de Aubervilliers robar sin retorno a la maestra de su hijo como tutora doméstica, y duplicar su salario para ello, menos tacaño en este aspecto que tantas familias de la burguesía parisina, pero no menos decidido a poner fin a la educación pública.
Hemos visto que la Educación Nacional pide a su personal que esté atento «en los pasillos y el patio para vigilar las palabras que atenten contra la cohesión social».
Nos hemos encontrado, en la maleza del confinamiento, con las sonrisas de la infracción cómplice. Hemos visto un gobierno tan centrado en la disciplina que termina dando a simples picnics en el bosque aires de conspiración, y a los buenos ciudadanos reflejos de equilibrio.
Hemos visto cómo la Federación Nacional de Sindicatos de Explotadores Agrícolas, siempre dispuesta a relanzar, como en 1942, algunos nuevos «campos de trabajo para jóvenes», se escandalizaba de que los voluntarios reclamaran ahora que se les pagara, sólo para recurrir a la explotación de los migrantes indocumentados en los lugares donde los rumanos faltan.
Hemos visto, como en 1942, a buenos franceses siempre dispuestos a denunciar a los no confinados, y a Ouest-France lanzándose a sutiles distinciones entre delación y denuncia.
Hemos visto a los cabrones —pesquerías industriales, grandes forestadores o agroindustrias— con cada brida desatada, intensificar aún más su explotación de los océanos, la tierra y los bosques mientras estábamos encerrados en nuestras casas.
Hemos visto a aquellos que, ante el acontecimiento, están ansiosos por construir «el mañana» para «el próximo mundo» donde puedan asegurar sus acogedoras ilusiones, y a aquellos que están dispuestos a tomar acción a partir de lo que está sucediendo, sin importar lo escalofriante que pueda ser.
Hemos visto, entonces, quién se vuelve loco, y quién mantiene la cabeza fría, quién se suscribe al pánico y quién permanece digno, quién tiene propaganda en su boca y quién todavía se las arregla para sentir y pensar por sí mismo.
Hemos vislumbrado la entrada en otra temporalidad, ajena al tiempo social, más densa, más continua, más ajustada, propia y compartida. Hemos deseado el acercamiento físico de nuestros seres queridos, y el distanciamiento de los más hostiles de nuestros vecinos.
Hemos visto cómo se fortalecen todos los lazos y todos los lugares que nos rodean y que hacen que la vida esté viva, y cómo desaparece todo lo que carecía, en el fondo, de razón de ser.
Hemos visto todo esto, y esto determina una compartición, una compartición con aquellos que acogen las verdades del acontecimiento y una partición con aquellos que todavía no ven nada. No tenemos intención de convertir a estos últimos en nuestros puntos de vista: ya nos han obstaculizado bastante con su maldita ceguera.
Vemos, ante la creciente «ingobernabilidad de las democracias», que se endurece un bloque socio-gregario dotado de aparatos tecnológicos, financieros y políticos, mientras se van formando mil deserciones singulares y pequeños maquis difusos, alimentados por algunas certezas y algunas amistades. Vemos la deserción general fuera de esta sociedad, es decir, fuera de las relaciones que esta sociedad comanda, imponerse como la medida elemental de supervivencia sin la cual nada puede renacer. Vemos la aniquilación como el destino manifiesto de esta sociedad, y como lo que les corresponde precipitar a aquellos que han emprendido desertarla; si al menos queremos que la vida en la Tierra vuelva a ser respirable, dondequiera que esté. El muro al que nos enfrentamos en este momento es el de los medios y las formas de la deserción. Tenemos la experiencia de nuestros fracasos como explosivo para hacerlo ceder. Cualquier estrategia surge de esto.
Nos hemos propuesto formular lo que vimos la primavera pasada, antes de que la amnesia organizada llegara a cubrir nuestras percepciones. Lo hemos visto y no lo olvidaremos. Más bien, reconstruiremos sobre esas evidencias. No presuponemos ningún nosotros, ni el del pueblo, ni el de ninguna vanguardia de la lucidez. No vemos otro «nosotros» en esta época que el de la claridad de las percepciones compartidas y la determinación de actuar en consecuencia, en cada nivel de nuestras modestas y locas existencias. No buscamos la constitución de una nueva sociedad, sino de una nueva geografía.