Contra el feminismo carcelario
Depender de la violencia estatal para frenar la violencia doméstica no hace más que perjudicar a las mujeres más marginadas.
por Victoria Law
Cherie Williams, una mujer afroamericana de 35 años de edad que vive en el Bronx solo quería protegerse de los abusos de su novio. Para ello, llamó a la policía. Sin embargo, pese a que las autoridades neoyorquinas exigen a la policía que practique detenciones ante denuncias de violencia doméstica, los agentes ni siquiera salieron del coche. Cuando Williams pidió su número de placa, los policías la esposaron, la llevaron a un aparcamiento desierto y la golpearon, rompiéndole la nariz, el bazo y la mandíbula. Después la dejaron tirada en el suelo.
“Me dijeron que si me veían en la calle, me matarían”, testificó Williams más tarde.
Esto sucedió en 1999, media década después de la promulgación de la Ley de violencia contra las mujeres (Violence Against Women Act, VAWA), que reforzó la dotación del cuerpo de policía y aumentó el papel punitivo de las sentencias en un intento de reducir la violencia doméstica. Muchas de las feministas que habían propugnado la promulgación de la ley guardaron silencio sobre el caso de Williams y otros de un sinfín de otras mujeres cuya llamada a la policía dio lugar a más violencia. El logro legislativo de estas feministas –muchas de ellas blancas y acomodadas– apenas contribuyó a frenar la violencia contra mujeres menos pudientes y más marginadas, como Williams.
Esta variante carcelaria del feminismo sigue siendo predominante. Aunque sus defensoras probablemente rechazarán el calificativo, por feminismo carcelario se entiende un planteamiento que considera que el refuerzo de la actividad policial, la persecución judicial y el encarcelamiento constituyen el arma principal para combatir la violencia contra las mujeres.
Esta opinión no reconoce que la policía es a menudo causante de violencia y que las cárceles siempre son focos de violencia. El feminismo punitivo no tiene en cuenta el hecho de que la raza, la clase, la identidad de género y la condición de inmigrante hacen que determinadas mujeres sean más vulnerables a la violencia y que una mayor criminalización expone a esas mismas mujeres a un riesgo mayor de sufrir la violencia del Estado.
Considerar que la actividad policial y la prisión son la solución a la violencia doméstica justifica por un lado el aumento de los presupuestos destinados a la policía y al sistema carcelario, y por otro desvía la atención de los recortes de los programas que permiten a las supervivientes ponerse a salvo, como las casas de acogida, las viviendas públicas y la ayuda social. Por último, presentar a la policía y las prisiones como el principal antídoto, disuade de buscar otras respuestas, como por ejemplo las intervenciones en la comunidad y la organización de las mujeres a largo plazo.
¿Cómo hemos llegado a esto? Antes, la policía respondía a menudo a las denuncias de violencia doméstica emplazando al agresor a que se calmara y después se iba. En las décadas de 1970 y 1980, activistas feministas interpusieron denuncias contra la policía por su inacción. En Nueva York, Oakland y Connecticut, los procesos judiciales dieron pie a un cambio sustancial de la respuesta de la policía ante las denuncias de violencia doméstica, incluyendo el reducir su tendencia a no efectuar detenciones.
Como parte de la Ley de control y castigo del crimen violento (VAWA, Violent Crime Control and Law Enforcement Act), la ley penal más voluminosa de la historia de EEUU, la VAWA era la prolongación de aquellas iniciativas previas. Con un presupuesto de 30.000 millones de dólares, la nueva ley permitió financiar la contratación de 100.000 nuevos agentes de policía y destinó 9.700 millones de dólares a las prisiones. Cuando las feministas de la segunda hornada proclamaron que “lo personal es político”, redefinieron el hogar, hasta entonces calificado de esfera privada, como objeto legítimo de debate político. Sin embargo, la ley VAWA implicó que esta propuesta potencialmente radical había adquirido un carácter carcelario.
Al mismo tiempo, los políticos y muchas otras personas que habían propugnado la VAWA no tuvieron en cuenta las limitaciones económicas que impedían que numerosas mujeres pudieran liberarse de relaciones violentas. Dos años más tarde, Clinton firmó la legislación de “reforma de la asistencia social”. La Ley de responsabilidad personal y oportunidad laboral y reconciliación (Personal Responsibility and Work Opportunity and Reconciliation Act) fijó un límite de cinco años para la concesión de ayudas sociales, obligando a quienes las reciben a trabajar a partir del tercer año al margen de cualquier otra circunstancia y vetando de por vida que mujeres convictas de delitos relacionados con las drogas que hubieran violado las normas de libertad condicional pudiesen recibir esas ayudas.
A finales de la década de 1990, el número de personas que recibían ayudas sociales (en su mayoría mujeres) había descendido un 53%, sumando en total 6,5 millones. El recorte de las ayudas sociales acabó con una red de seguridad que permitía a las supervivientes huir de relaciones abusivas.
Las feministas mayoritarias también impulsaron con éxito una legislación que obligaba a la policía a detener a alguien después de recibir una denuncia de violencia doméstica. En 2008, casi la mitad de los Estados de EE UU contaban con una normativa de detención obligatoria. Esta normativa también ha amparado las detenciones dobles, en las que la policía arresta a ambas partes porque considera que uno y otra son agresores o porque dice que no puede identificar al “agresor primario”.
Las mujeres marginadas debido a su identidad, como las queer, inmigrantes, de color, transexuales o incluso las consideradas enérgicas o agresivas, en muchos casos no encajan en las nociones preconcebidas de víctimas de abusos y por tanto son detenidas.
Y la amenaza de violencia estatal no se limita a la agresión física. En 2012, Marissa Alexander, una madre negra residente en Florida, fue detenida después de disparar un tiro de advertencia para impedir que su marido continuara atacándola. El marido se fue de la casa y llamó a la policía, que la detuvo y acusó de agresión grave, a pesar a que el hombre no había sufrido herida alguna.
Alexander alegó que sus actos estaban amparados en la normativa de Florida relativa a la defensa propia si estás en tu casa (“Stand Your Ground”). No obstante, a diferencia de George Zimmerman, el hombre que tres meses antes había disparado contra el joven Trayvon Martin, de 17 años de edad, y lo había matado, a Alexander no le sirvió de nada este alegato. Pese a la declaración de su marido, que abarca 66 páginas en la que reconocía que había abusado de Alexander y de las demás mujeres con las que tenía hijos, el jurado la declaró culpable.
El fiscal añadió entonces el agravante contemplado en la legislación del Estado (“10-20-LIFE”) que impone una sentencia de 20 años de cárcel cuando se dispara un arma de fuego. En 2013, un tribunal de apelación anuló su condena. En respuesta a ello, el fiscal ha anunciado que pedirá una condena a 60 años de cárcel en la repetición del juicio prevista para diciembre.
Alexander no es la única superviviente de la violencia machista que ha tenido que soportar un ataque añadido del sistema judicial. En el Estado de Nueva York, el 67% de las mujeres encarceladas por matar a alguien cercano a ellas habían sido víctimas de abusos por parte de esas personas. En el otro extremo del país, en California, un estudio sobre la población carcelaria reveló que el 93% de las mujeres que habían matado a su pareja también habían sido víctimas de abusos. El 67% de esas mujeres declararon que lo que habían hecho era tratar de defenderse a sí mismas o a sus hijos.
Ningún organismo oficial tiene la misión de recopilar datos sobre el número de supervivientes de abusos encarceladas por actuar en defensa propia; por eso no existen estadísticas nacionales sobre la frecuencia de esta combinación de violencia doméstica y criminalización. Lo que sí muestran las estadísticas nacionales es que el número de mujeres encarceladas ha aumentado exponencialmente durante las últimas décadas.
En 1970, en todo el país había un total de 5.600 mujeres en prisión. En 2013 había 111.300 mujeres encerradas en prisiones estatales y federales y otras 102.400 en cárceles locales. (Estas cifras no incluyen a mujeres transexuales encarceladas en prisiones para hombres). La mayoría de ellas han sido víctimas de violencia física y/o abusos sexuales antes de su detención, en muchos casos por parte de sus parejas.
Las feministas carcelarias han hablado poco de la violencia ejercida por el sistema policial y judicial y del gran número de mujeres supervivientes de abusos que están entre rejas. Asimismo, muchos grupos que protestan contra el encarcelamiento masivo olvidan señalar la violencia contra las mujeres y en muchos casos se centran únicamente en los hombres encarcelados. Pero otros, sin embargo, especialmente los formados por activistas negras, académicas y militantes de movimientos sociales, han denunciado la situación.
En 2001, Critical Resistance, una organización que propugna la abolición de las cárceles, e INCITE! Women of Color against Violence, una red de lucha contra la violencia, emitieron una declaración en la que evaluaban los efectos de la creciente criminalización y del muro de silencio que rodea el nexo entre la violencia de género y la violencia policial. Después de señalar que el recurso a la policía y las cárceles ha debilitado las respuestas e intervenciones de las comunidades, la declaración llamaba a estas últimas a denunciar los nexos existentes, idear estrategias para combatir ambas formas de violencia y documentar sus esfuerzos para que sirvan de ejemplos a otros grupos que buscan alternativas.
Algunas personas y grupos de base han respondido a este llamamiento. En 2004, la defensora de la no violencia Mimi Kim fundó Creative Interventions. Reconociendo que había que probar enfoques alternativos para el problema de la violencia, el grupo creó una página web para recoger y ofrecer públicamente métodos y recursos para afrontar la violencia en la vida cotidiana. Además desarrolló el StoryTelling and Organizing Project, donde la gente puede compartir sus experiencias de intervención en casos de violencia machista, violencia familiar y abuso sexual.
En 2008, las activistas por la justicia social y supervivientes de abusos Ching-In Chen, Jai Dulani y Leah Lakshmi Piepnza-Samarasinha editaron “The Revolution Starts at Home” (La revolución comienza en casa), un librito de 111 páginas en que se documentan los esfuerzos de varios círculos activistas por responsabilizar a los agresores. Piepnza-Samarasinha explicó cómo unas amigas de su confianza le ayudaron a elaborar estrategias para garantizar su seguridad frente a un ex marido violento y abusador que frecuentaba muchos de los mismos círculos políticos y sociales que ella:
“Cuando apareció en el lugar en que se proyectaba la película sobre la justicia carcelaria a la que yo también asistía, que tenía lugar en una pequeña aula en la que habríamos estado sentados muy cerca, mis amigas le dijeron que no era bienvenido y le pidieron que se fuera. Cuando llamó a un programa especial de una radio local que hablaba de la violencia contra las mujeres, una de las locutoras le dijo que sabía que era un abusador y que no iba a dejarle hablar si no estaba dispuesto a reconocer su propia violencia.
Mi plan de seguridad implicaba que yo nunca debía ir a un local nocturno sin que me acompañara un grupo de amigas que me cubrieran las espaldas. Ellas entraban primero y comprobaban si estaba él o no, y nunca se alejaban de mí. Si él aparecía, decidíamos allí mismo qué hacer”.
En su artículo “Domestic Violence: Examining the Intersections of Race, Class, and Gender” (Violencia machista: estudio de los nexos entre raza, clase y género), las académicas feministas Natalie Sokoloff e Ida Dupont mencionan otro planteamiento adoptado por mujeres inmigrantes y refugiadas en Halifax, Nueva Escocia (Canadá), uno que aborda la cuestión de los factores económicos que impiden que muchas mujeres abandonen una relación abusiva.
Las mujeres, muchas de las cuales habían sobrevivido no solo al abuso, sino también a la tortura, la persecución política y la pobreza, crearon un grupo de apoyo informal en un centro de acogida. Desde allí organizaron una cooperativa de catering que les permitió ofrecer asistencia doméstica a quienes la necesitaran. Además, las mujeres se turnaban en el cuidado de los niños y en el apoyo emocional.
Como demuestran estos ejemplos, las estrategias encaminadas a combatir la violencia machista requieren a menudo más de una simple medida. Muchas veces exigen el compromiso constante de un grupo de amigas y de la comunidad para garantizar la seguridad de una persona, como en el caso de Piepnza-Samarasinha. Para quienes buscan alternativas, como las mujeres de Halifax, puede exigir no solo la adopción de medidas de seguridad inmediata, sino también una organización estable para abordar las desigualdades subyacentes que exacerban la violencia machista.
Al centrarse exclusivamente en una respuesta criminalizadora, el feminismo carcelario no aborda esas desigualdades sociales y económicas y mucho menos defiende una política que asegure que las mujeres no dependan económicamente de sus parejas violentas. El feminismo carcelario eja de lado las múltiples formas de violencia a que se enfrentan las mujeres, incluida la violencia policial y el encarcelamiento masivo. Ignora factores que exacerban el abuso, como la desigualdad económica, la falta de una vivienda segura y asequible y la ausencia de otros recursos.
El feminismo carcelario pone el acento en las peores funciones del Estado, y oscurece y debilita las mejores. Al mismo tiempo, pasa por alto los esfuerzos de las mujeres que se organizan contra la violencia y ya saben que las respuestas penales comportan más amenazas para su seguridad de lo que dicen que las simples promesas.
La labor de INCITE!, Creative Interventions, StoryTelling and Organizing Project y The Revolution Starts at Home (que ha despertado tanto interés que se ha plasmado en un libro) forma parte de una historia más larga de mujeres de color que combaten tanto la violencia machista como la violencia estatal. Su lucha demuestra que existe una alternativa a las soluciones carcelraias, y que no debemos recurrir a la violencia estatal porque no ayuda ni mucho menos a reducir la violencia doméstica.