Presunción de enfermedad
Published on: martes, 6 de julio de 2021 //
dictadura sanitaria,
titulares
Cometen un grave error de juicio quienes se resisten a levantar las restricciones mientras el virus no se extinga
por Juan Manuel Blanco
El protagonista de La montaña mágica, Hans Castorp, viaja a un sanatorio de los Alpes suizos para ver a su primo enfermo. Allí, atraído por la vida en esa institución sanitaria, va retrasando paulatinamente su regreso hasta acabar adoptando el papel de enfermo. Y lo que iba a ser una visita de tres semanas se convierte en una estancia de siete años. La gran novela de Thomas Mann es una buena alegoría de ciertos sectores de opinión que, instalados en la excepcionalidad, presionan para mantener indefinidamente la pandemia social, aun finalizada la pandemia sanitaria. Para ello, abogan por eternizar las restricciones y estiran hasta el límite el concepto de enfermedad.
El sociólogo norteamericano Talcott Parsons señaló hace setenta años que la enfermedad no es solo un estado del organismo: posee también un componente institucional, social y cultural. Prueba de ello es que la frontera que separa la enfermedad de la “no enfermedad” ha experimentado ciertos reajustes de trazado en los últimos cincuenta años. En esta pandemia, el estatus simbólico de enfermo fue ampliado abusivamente hasta que la mayoría de los ciudadanos fueron tratados como si estuvieran enfermos. Lo que comenzó como desconcierto y pánico ante un nuevo virus, dio lugar a un efecto dominó que acabó arrasando las convenciones del pasado para sustituirlas por la autoridad improvisadora de los expertos mediáticos.
DE ASINTOMÁTICO A ENFERMO
Hace solo dos años, solo se hubiera considerado enfermo de una dolencia respiratoria a quien mostrase síntomas; nunca a personas con buena salud. De hecho, los protocolos para pandemias vigentes en 2019 recomendaban aislamiento voluntario solo para sintomáticos. Pero la urgencia de 2020 puso el foco sobre los asintomáticos, unos sujetos sanos pero ahora sospechosos de generar una transmisión silenciosa. Y, en una insólita identificación de contagio con enfermedad, fueron agrupados con los verdaderos enfermos para formar la nueva categoría de “casos positivos”, tan heterogénea que incluía desde personas con perfecta salud hasta otras con síntomas muy graves.
Pero la identificación de asintomático con enfermo era un paso drástico que tendría consecuencias insospechadas para los no testados, es decir, para la mayoría. Carecer de síntomas ya no implicaba nada: cualquiera podía ser un contagiador silencioso, una especie de enfermo de tercer orden. Así, se aplicó a toda la población unas restricciones antaño reservadas para los enfermos manifiestos: confinamiento, toques de queda, mascarilla incluso al aire libre etc. Por la vía de los hechos, el campo conceptual de la patología se había ampliado considerablemente, imperando al poco tiempo una generalizada presunción de enfermedad (bastante relacionada con la de culpabilidad), solo impugnable brevemente con un PCR negativo.
Fue precisamente Talcott Parsons quien señaló un punto crucial para entender los cambios sociales y culturales que desencadena una nueva demarcación simbólica de la enfermedad: el papel de enfermo transforma temporalmente los derechos y obligaciones del sujeto. Puede quedar dispensado del trabajo u otros deberes pero, a cambio, tiene que renunciar a parte de su libertad y asumir nuevas obligaciones, como obedecer en todo momento las indicaciones de los facultativos.
La pandemia cambió los derechos y obligaciones de los ciudadanos al ser tratados, implícitamente, como enfermos de mayor o menor intensidad, con grave perjuicio para su libertad. Pero, al igual que Hans Castorp, ciertos sectores se adaptaron al nuevo papel y ahora se resisten a regresar a la normalidad, a menos que se cumplan ciertas condiciones imposibles, como la eliminación del virus. Atrapados en un novedoso síndrome de Münchhausen social, que induce a confundir contagio y enfermedad, abogan por el mantenimiento o intensificación de las restricciones, vaticinan una ola tras otra y culpan a la gente por hacer una vida normal. Su actitud muestra una marcada asimetría: se alarman mucho cuando la incidencia aumenta un 1% pero se alivian poco cuando disminuye un 10%.
Estos sectores inmovilistas presionan para que la vacuna no cambie la consideración simbólica del sujeto, pregonando que su efecto es efímero o que nuevas variantes escaparán a la inmunidad. Y, en este ámbito, los gobiernos ofrecen señales contradictorias. Recomiendan a los vacunados no cambiar las precauciones pero, al menos en Europa, emiten pasaportes que otorgan a la vacuna una validez administrativa equivalente al PCR negativo. Las autoridades debieron percibir la incoherencia que implica animar a la gente a vacunarse para luego comunicarles que nada cambia tras el pinchazo. No en vano, las restricciones se justificaron como una vía para contener la enfermedad… mientras se encontraba una vacuna.
EN BUSCA DE UN IMPOSIBLE RIESGO CERO
Por mucho que pregonen lo contrario, una vez vacunados los grupos de riesgo, la pandemia sanitaria entra en su recta final porque ello implica una sustancial caída de la mortalidad. Como puede observarse en el gráfico 1, las muertes por la covid-19 en España se concentraban en mayores de 50 años. A partir de ahora, la incidencia pierde importancia como indicador diario de gravedad ya que descenderá sustancialmente la proporción de contagiados que desarrolle enfermedad grave. La vacuna no impide entrar en contacto con el virus; lo que reduce considerablemente son sus efectos negativos, rompiendo la relación acostumbrada entre incidencia y mortalidad. Los ingresos hospitalarios, un verdadero indicador de la enfermedad, medirán mejor la evolución de la pandemia.
Cometen un grave error de juicio quienes, sean expertos mediáticos, informadores, gobernantes o ciudadanos, se resisten a levantar las restricciones mientras el virus no se extinga. El riesgo cero es una quimera, un lugar perteneciente al mundo de la fantasía. Todos los años fallece gente por las causas más diversas hasta alcanzar, típicamente, el 0,9% de la población de cada país: muere un habitante de cada 110. En una época normal, las muertes en España alcanzan diariamente las 1.200 (tabla 1), sin que ello genere gran alarma. Cero muertes es un imposible tan evidente como que a todos nos llegará el turno algún día.
El objetivo de riesgo cero es resultado de evaluar los peligros con un enfoque puramente emocional, no racional. La literatura lo define como un sesgo cognitivo, un típico error sistemático en el que cae mucha gente. Se dice que es situacional, o completamente específico a un campo, porque estos sujetos desarrollan una especie de visión estrecha, siendo capaces de soportar riesgos muy superiores en otros ámbitos de la vida sin siquiera inmutarse. En 2020, el número de fallecidos por la covid fue inferior a los de cáncer o enfermedades coronarias, pero estas últimas muertes no alteran lo más mínimo a los adeptos al Cero-Covid. Una vez generalizado el pánico, no hay datos ni argumentos racionales capaces de convencer de su error a quien persigue la seguridad absoluta. Tampoco el hecho de que los confinamientos incrementan sustancialmente la mortalidad por otras enfermedades.
La pandemia sanitaria puede darse por finalizada cuando la inmunidad es suficiente para que el virus implique un riesgo controlado, comparable al de otras enfermedades similares. Pero la estrategia para salir de la pandemia social, que amenaza con mantener a los ciudadanos en un estado de permanente servidumbre, pasa por recuperar la racionalidad y ejercer un estricto autocontrol sobre el pánico. Quizá por ello, algunos historiadores señalan que las pandemias tienen dos tipos de finales: el sanitario, cuando las muertes caen de forma muy considerable, y el social, cuando la epidemia de miedo se disipa.