La corrección política, una nueva religión
En años recientes, la corrección política ha ganado influencia, sin duda muchas veces con plena justicia, aunque en otras ocasiones se ha instalado más bien como un prejuicio que excluye todo lo que resulta problemático, antes de convertirlo en blasfemia. Este ensayo precisa los rasgos de un fenómeno que no funciona como un ideario político sino como una nueva religión —en algunos casos, también, como un tribunal. Su consecuencia es otra especie de tabú, no exento de oportunismo, hipocresía y mentira, sobre asuntos sensibles como los derechos humanos, la discriminación, el abuso, entre otros temas cruciales. En ese marco, una corriente progresista o una supuesta izquierda condena por principio a quien se atreve a cuestionar sus postulados o dogmas. Sergio Zurita disiente y polemiza en aspectos puntuales cuyo señalamiento hoy puede ser, por sí mismo, un acto de provocación.
El grupo country The Dixie Chicks ahora se llama The Chicks, porque Dixie les parece un término racista. Dixie viene del billete de diez dólares, que se imprimía en inglés y en francés en Luisiana, excolonia francesa. De un lado, el billete decía “Ten” y del otro “Dix” (diez, en francés). A Nueva Orleans se le decía Dixie o Dixieland desde el periodo conocido como Antebellum, cuyo significado literal es “antes de la guerra”, pero en su uso cotidiano se refiere, específicamente, a la época previa a la Guerra Civil de Estados Unidos. Otro grupo country, Lady Antebellum, acaba de cambiar su nombre por el de Lady A porque, supuestamente, Antebellum es un término en el que se idealiza la época de la esclavitud y las plantaciones.
Colocar un nombre en la mente del público cuesta años, pero estos grupos prefieren tirar a la basura sus carreras para no quedar mal con el movimiento Black Lives Matter. ¿Las vidas negras importan? Por supuesto. ¿Es horrible que haya policías que matan negros injustificadamente? Claro que sí. Sin embargo, los principales asesinos de jóvenes negros son otros jóvenes negros.
En un video de YouTube llamado “How AntiRacism Hurts Black People” (“Cómo el antirracismo lastima a la gente negra”), el académico afroamericano John McWhorter, profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Columbia, comienza cuestionando el supuesto racismo de la policía: “Tamir Rice era un chico negro de doce años que estaba blandiendo una pistola de juguete y lo mataron a tiros. Exactamente lo mismo le ocurrió a un chico llamado Daniel Shaver poco después. Daniel Shaver era blanco. Sam DuBose fue abatido a tiros por la policía huyendo de una patrulla. Exactamente lo mismo le ocurrió, un poco antes, a un blanco llamado Andrew Thomas. Alton Stirling era un hombre negro que acercó la mano a su cinturón para tomar la billetera durante un altercado con la policía; lo mataron a tiros. Fue un evento penoso. La misma cosa le ocurrió, en los mismos días, a un blanco llamado Dylan Noble. Alton Stirling apareció en las noticias a nivel nacional. Nadie supo nada de Dylan Noble. George Zimmerman dijo cosas realmente horribles acerca de ciertas ‘criaturas pequeñas que siempre andan robando cosas’, poco antes de matar a Trayvon Martin. Eso fue espantoso. Un policía dijo exactamente las mismas cosas, incluyendo la palabra ‘fucker’, antes de matar a un adolescente blanco llamado Loren Simpson... Podría hacer esto durante veinte minutos. Hay una tendencia muy comprensible en los medios a reportar historias de gente negra ejecutada injustamente por la policía. Sin embargo, lo que no sabemos es que, por cada uno de esos eventos, hay un adolescente o veinteañero blanco que es ejecutado de la misma, ominosa manera”.
Y continúa: “No estoy diciendo que haya fake news o una gran conspiración. Entiendo por qué los medios están tan preocupados por los casos de víctimas negras. Pero hablo de esto porque, con frecuencia, cualquier conversación acerca de la raza se detiene cuando alguien habla de las presuntas tendencias racistas de policías que, bajo determinadas situaciones, matan un negro, mientras que a un blanco lo dejan ir con una advertencia. Ésa es una muy razonable suposición. Pero la suposición no se sostiene ante el escrutinio”.
Según el profesor McWhorter, nueve de cada diez hombres negros corren más peligro de ser asesinados por otros hombres negros. Pero de eso no se habla. Porque el antirracismo moderno se ha convertido en una religión. Añade finalmente que cualquier persona blanca responsable debe dar fe de su privilegio blanco, dar fe de que éste nunca desaparecerá y sentirse eternamente culpable al respecto. Eso es el pecado original. La idea de que un día Estados Unidos saldará sus cuentas con la raza. Eso corresponde a nuestra concepción del Día del Juicio Final. Cuando usamos la palabra problemático, lo que realmente queremos decir es blasfemo.
EL PROBLEMA con las religiones es que la fe supera la lógica. Uno no debe preguntar o decir ciertas cosas porque son problemáticas. Es decir, blasfemas. Y cuando algo se convierte en religión, está prohibido cuestionarlo. Vivimos en una época en la que resulta más importante decir lo correcto que decir la verdad.
Esto no es nuevo. En 1994, el exjugador de futbol americano O. J. Simpson mató a su esposa Nicole Brown y a su amigo Ronald Goldman. Simpson salió libre cuando sus abogados probaron que el policía de Los Ángeles, Mark Fuhrman, quien participó en la investigación que llevó al exdeportista a juicio, usaba con frecuencia la palabra nigger. Sí, es peor decir nigger que matar a cuchilladas a tu esposa y a tu amigo.
En mi opinión, prohibir palabras no sirve para nada. De hecho, es peligroso. El director de cine Lars Von Trier ha dicho que “cuando se prohíbe una palabra, se remueve una de las piedras sobre las que se funda la democracia”. Bienvenidos al reino de la corrección política, bienvenidos a un mundo en el que se puede acusar a diestra y siniestra a quien sea, de lo que sea, en las redes sociales, y el acusado es culpable de inmediato. No me sorprende que la corrección política tenga éxito. Me sorprende que no lo haya tenido antes. Lo único que hay que hacer para estar del lado de los buenos es siempre apoyar las causas de moda, no cuestionar nada, repetir consignas a lo idiota, ignorar cualquier cosa que contradiga o debilite a la causa y ¡listo!
Además, la corrección política opera con magia. Hay palabras que inmediatamente frenan al adversario: misógino y racista son las más populares y poderosas. Hace poco, un amigo le dijo a una chica que iba en bicicleta sobre la acera que se bajara a la calle. “Misógino”, fue la respuesta. Esa mujer no solamente ha encontrado la palabra mágica para callar a cualquier hombre. También ha encontrado un camino para hacer exactamente lo que se le pegue la gana. Ser correctos nos evita tener que pensar. Nos convierte en ratas que ya saben cuál botón apretar para que salga la comida.
LA CORRECCIÓN POLÍTICA es enemiga de la lógica y también de la razón. Y una sociedad que no razona es mucho más fácil de llevar al matadero. Lo primero que hacen los tiranos cuando suben al poder es prohibir que se hagan caricaturas con su imagen, porque al reírnos de ellos los desmitificamos, los volvemos humanos y, por lo tanto, ridículos. Los nazis prohibían las caricaturas de Hitler mientras los bolcheviques, las de Stalin. En el periódico satírico Charlie Hebdo murieron once personas a cargo de un grupo de terroristas musulmanes por una caricatura de Mahoma. Es terrible, pero lógico: el Islam prohíbe las imágenes del profeta. Lo que no es lógico es que ahora estén prohibidas las caricaturas en The New York Times.
En palabras de Octavio Paz, “una sociedad sin imágenes es una sociedad puritana. Una sociedad opresora del cuerpo y de la imaginación”. ¿No era The New York Times un bastión de la libertad de expresión y palabra? Por lo visto, ya no. Los Estados Unidos puritanos, esos que son retratados magistralmente en la pieza teatral Las brujas de Salem de Arthur Miller, están más vivos que nunca. Son esos mismos Estados Unidos que permitieron la persecución de presuntos comunistas a cargo del senador Joseph McCarthy en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado.
Lo sorprendente es que la nueva cacería de brujas, el nuevo macartismo, llamado corrección política, viene de la izquierda. Es sorprendente, pero no ilógico. A nombre del marxismo —convertido en maoísmo, estalinismo o castrismo— han sido asesinadas más personas en la historia de la humanidad que a nombre de cualquier otra ideología. Sin embargo, hoy aún se puede hablar bien del régimen castrista sin consecuencias. En cambio, alabar a Pinochet puede costarle el trabajo a un comunicador. Ambos son dictadores, ambos son genocidas. Pero a Fidel Castro hay que perdonarlo, pobrecito, igual que al asesino Ernesto Che Guevara, porque su revolución tenía buenas intenciones. No hay que cuestionarlo. ¿Por qué? Porque la izquierda ya no es una ideología, sino una religión. Marx es Dios; Eva Perón, Evo Morales y Nicolás Maduro son sus apóstoles. A Hugo Chávez le provocaron cáncer los yanquis con una máquina. Por qué no han usado la misma máquina para matar a Maduro es algo que no se pregunta. Es problemático, es decir: blasfemo.
Un ingrediente más del éxito de la corrección política es lo que el autor afroamericano Shelby Steele llama “culpa blanca”. Así se llama su libro más famoso y en él habla de la acción afirmativa implementada por el gobierno de Lyndon B. Johnson: consta de una serie de leyes en las que se buscó favorecer a los afroamericanos por sufrir discriminación en el pasado. Un ejemplo de las implicaciones de esa política es que los negocios que reciben fondos del gobierno tienen prohibido aplicar exámenes de aptitud a los afroamericanos que soliciten trabajo. Claro, los “liberales” del partido demócrata aplaudieron al presidente Johnson. Sin embargo, según Shelby Steele, la acción afirmativa es tan mala como la esclavitud, ya que ha enseñado a los afroamericanos a usar el racismo a su favor: “en vez de buscar extinguirlo, quieren agrandarlo”. La acción afirmativa traiciona los principios de Martin Luther King Jr.
Según John McWhorter, los estudiantes negros que son calificados de forma diferente para entrar a universidades como Harvard (les hacen preguntas más fáciles), no tienen la ambición de hacer un posgrado. En cambio, los estudiantes negros que son calificados igual que los blancos en las universidades a las que logran entrar sin ayuda, con frecuencia se gradúan entre los mejores. Para Steele y McWhorter, la culpa blanca le estorba a la comunidad negra.
UNA PELÍCULA de Woody Allen, Everyone Says I Love You (Todos dicen te amo), cuenta la historia de una familia demócrata, liberal y millonaria. Viven en un penthouse del Upper East Side de Nueva York y la matriarca es Goldie Hawn. Ella, en palabras de su propia hija, siempre está metida en causas nobles porque “es demócrata, liberal y con culpa, ya que, a diferencia de papá, siempre tuvo dinero”. En una escena de la película, esta mujer invita a cenar a un delincuente al que logró sacar de la cárcel. La hija mayor de la familia se enamora de él. Todo mundo pone el grito en el cielo. La enamorada le dice a su madre: “Pensé que él te importaba”, a lo que la madre responde: “Sí, pero como símbolo social, no como una persona real”.
Una vez, en la revista Proceso le preguntaron a Elena Poniatowska su opinión sobre los vendedores ambulantes del Centro Histórico. Ella contestó que los dejaran en paz. “¿Qué es más importante, una persona o una calle?”, alegó. Me gustaría ver la cara que pone si le llevamos a unos ambulantes a vender frente a la puerta de su casa. Pero Poniatowska “ya no tiene lectores, tiene seguidores”, como afirmó Gil Gamés en su columna de Milenio.
El movimiento #MeToo ha tenido grandes logros en Estados Unidos, como la captura de Harvey Weinstein. Pero también se ha vuelto una rebelión revanchista, que pone en la misma caja a Weinstein y a Woody Allen. A nadie le importa que la inocencia de Allen haya sido probada dos veces y que jamás haya llegado a juicio. En el #MeToo hay que creerle a la mujer siempre, sin cuestionar nada, no importa si se acaba con la carrera de un genio del cine que jamás había sido acusado de nada ni ha vuelto a serlo después. Como #MeToo es una religión, acabo de decir una blasfemia. Quien piense que exagero, escuche cómo los hombres que apoyan ciegamente el #MeToo se la pasan confesando su pecado original: haber nacido hombres.
¿A QUÉ SE DEBE que el antirracismo, la acción afirmativa, el #MeToo y demás causas nobles dejen de admitir la lógica y la razón, que se conviertan en religiones? Michael Crichton, médico graduado en Harvard y guionista de Parque Jurásico, escribió un artículo al respecto, titulado “Comentarios para el Commonwealth Club” (que puede encontrarse en la página liberalismo.org). En él, Crichton dice que hoy en día mucha gente no profesa ninguna religión, sin embargo, la necesidad de sustituir la fe religiosa con algo más, de creer en algo, ha llevado a muchos agnósticos y ateos a convertir en religiones sus ideologías. El ejemplo que pone Crichton es el Ecologismo. Se habla de una época idílica en la que la naturaleza estaba en perfecto equilibrio. Es decir, el jardín del Edén. Pero el hombre abusó de la naturaleza y ahora sufre las consecuencias. Léase, la expulsión del paraíso. El abuso está resultando en la hecatombe del calentamiento global, que nos matará a todos. El juicio final. Todo esto lo dice un profeta llamado Al Gore.
Que la corrección política se vuelva una religión es abominable. Pero hay algo peor: que se convierta en ley. Cuando ley y religión son una misma cosa, nos acercamos peligrosamente al territorio de los talibanes y de Hezbolá. Esto ya comenzó. Y, como toda tragedia, casi nadie la toma en serio al principio, porque viene disfrazada de algo bonito, de una causa noble que nadie en su sano juicio se atrevería a cuestionar. Me refiero a la ley C-16 de Canadá, aprobada en 2017. Andrés Reynaldo, columnista de El Nuevo Herald, la define perfectamente: “La ley C-16 declara ilegal el uso erróneo de un pronombre de género. Es decir, usted comete un delito de odio al calificar de él o ella a una persona que reclama un pronombre neutro (¡o un pronombre de su propia inspiración!), con la posibilidad de sufrir prisión, pagar una multa y/o verse obligado a tomar un curso de ‘imparcialidad’”.
LA LEY C-16 ha sido elaborada, supuestamente, para proteger los derechos civiles y humanos de las personas que son transgénero. ¿Qué clase de salvaje se opondría a esto? El salvaje es, en mi opinión, uno de los grandes intelectuales de este siglo: el doctor Jordan B. Peterson, quien se volvió una celebridad en YouTube a raíz de videos en los que declaró que se negaría a obedecer dicha ley, porque va contra la libertad de expresión. Por supuesto, tiene razón. Si un estudiante no quiere que se le llame él o ella sino te la pelo y el maestro se rehúsa a decir te la pelo cada vez que lo nombre, puede ser multado o ir a la cárcel.
Eso no es lo peor del asunto. En una audiencia ante el Senado de Canadá, Peterson dijo que la ley C-16 va en contra de las personas transgénero. El senador Serge Joyal le dijo a Peterson que un juez de la Suprema Corte Canadiense declaró en una conferencia: “Cuando la Corte se enfrenta con asuntos que tocan la identidad transgénero debe partir de dos marcos de referencia esenciales: 1. La identidad no es fija, sino cambiante; 2. La identidad no es innata, sino contextual”. Peterson replicó de inmediato: “Asumamos que la identidad es cambiante y contextual. Entonces, ¿cuál es el problema con la terapia de conversión? La gente que tiene una identidad no convencional... El argumento más sólido que tienen para obtener aceptación pública de esa identidad es que se encuentra muy poderosamente constreñida a procesos biológicos que están más allá de su control. Si la identidad es mutable, cambiable, subjetiva y se modifica por capricho, ¿por qué alguien tendría que respetarla?”.
En esa misma audiencia, Peterson también afirmó lo siguiente: “La sola idea de que llamar a alguien por un término que no haya elegido le cause un daño tan irreparable que deba recurrirse a correctivos legales indica cuán profundo ha calado la cultura de la victimización en nuestra sociedad”. Desde luego, esto sólo podía ocurrir en un país cuyo primer ministro corrigió a una mujer que en un evento dijo mankind (humanidad). Fue interrumpida de inmediato por el mandatario, quien subrayó: “Aquí preferimos el término peoplekind, es más inclusivo”. Así es: Justin Trudeau inventa palabras para no decir las que incluyan la palabra “man”. Y no sólo eso: ya le quitó todos los pronombres masculinos al himno nacional canadiense, para volverlo más incluyente.
ESTE CÁNCER LLEGÓ a México. En muchos círculos se maneja el adjetivo todes o todxs. Por supuesto, a personalidades como Mario Vargas Llosa eso les parece una tontería. Y lo es. El lenguaje se transforma, pero no por decreto. Según filósofos como Jacques Derrida, aquí explicado por Reza Yavarian, “en una oposición binaria, la noción primaria se considera la privilegiada, como día en día/noche u hombre en hombre/mujer [...] Esto no es una inocente relación estructural, sino una relación de poder”.
Según el doctor Peterson, la corrección política actual tiene su origen en el marxismo y en la filosofía posmodernista: “Derrida y Foucault sostienen que cualquier jerarquía de valores excluye. Esto es obvio, porque en una jerarquía de valores algunas cosas son más valiosas que otras, pero ellos dicen que dichas jerarquías de valor son construidas para excluir y mantener la estructura de poder intrínseca a cualquier jerarquía de valores”. Casi nunca coincido con las opiniones de Noam Chomsky, pero tiene una frase demoledora que aplaudo: “El posmodernismo no es ni siquiera una mentira”.
A pesar de ser una gran falacia, la filosofía posmodernista se aplica en la corrección política: no debe haber un sistema de valores porque eso margina. Todo el mundo debe ser aceptado en las universidades. Y es importante que, en una facultad de ingeniería (por poner un ejemplo), se gradúe la misma cantidad de hombres que de mujeres.
El resultado de esto será desastroso, por la simple razón de que a las mujeres les interesan más las personas y a los hombres les interesan más los objetos. Desde muy pequeños, ya sea en la ciudad más cosmopolita o en la villa africana más apartada de la civilización, los niños construyen cochecitos y juegan con ellos, mientras que las niñas toman, digamos, una mazorca de maíz, convierten sus hojas en sábanas y las arrullan como si fueran un bebé.
Esto significa que a las mujeres les interesan más las personas y a los hombres les interesan más los objetos. Por tanto, las mujeres son buenas para la medicina, la biología, la química y las ciencias sociales, mientras que los hombres son mejores ingenieros, físicos, matemáticos. Por supuesto que hay excepciones. Existen magníficas ingenieras, pero son minoría. Decidir que, de los cincuenta graduados de la facultad de ingeniería, veinticinco van a ser mujeres, sea como sea, es una fórmula para el fracaso. Permitir que una mujer se gradúe como ingeniera aunque no lo merezca es tan terrible como prohibirle estudiar ingeniería.
El doctor Peterson cree en la igualdad de oportunidades, pero no necesariamente en la igualdad de resultados. Cualquier persona, hombre, mujer o transgénero, debe tener derecho a estudiar lo que quiera, pero sólo los mejores deben obtener un título. En el video de YouTube “Jordan B. Peterson: The Differences in Interest Between Genders” (“Las diferencias de intereses entre géneros”), Peterson les pregunta a sus alumnos: “¿Queremos una sociedad en la que a todo mundo se le permite ser quien es y tener éxito en eso, o queremos una sociedad que haga todo lo posible por lograr que las personas sean iguales a pesar de sus diferencias individuales intrínsecas?”.
Éstas son la clase de cosas que no se dicen. Son blasfemias. De hecho, lo políticamente correcto es decirles a niños y niñas que pueden lograr todo lo que se propongan. De hecho, vivimos en una sociedad en la que, en un partido de futbol de niños de primaria, no hay perdedores ni ganadores. Todo mundo recibe un trofeo por participar “y el niño gordo recibe un trofeo de chocolate”, remata el comediante Dennis Leary. Y hablando de comedia, la corrección política es su peor enemiga. Los estudiantes universitarios se han vuelto tan solemnes y llorones que los comediantes ya no van a las universidades. Y no sólo los comediantes padecen estos males.
EL ESCRITOR, DRAMATURGO, guionista y director David Mamet impartió clases de guión y dramaturgia en las universidades más prestigiadas de Estados Unidos. Un día estaba planteando una situación ficticia: “Supongamos que un avión es secuestrado por terroristas musulmanes”. Un alumno levantó la mano: “¿Podríamos evitar decir ‘terroristas musulmanes’? No es bueno convertir a las personas en estereotipos”. Ése fue el último curso que enseñó David Mamet en una universidad. Nunca dio clases porque necesitara el dinero, sino porque amaba ser maestro. Sin embargo, la corrección política pudo más. Mamet no es un caso aislado. Muchos maestros extraordinarios, de todas las materias, han dejado de enseñar porque las universidades ya no son lugares para el intercambio de ideas, sino guarderías donde el alumnado debe sentirse protegido.
De hecho, hay que proteger a los niños y a los jóvenes de cualquier tipo de trauma. Ellos son las víctimas del heteropatriarcado, un monstruo similar a la mafia del poder o El Coco. Ninguno de los tres existe, pero sirven como pretexto para infantilizar a la gente. Bajo el pretexto de la inclusión y de evitar el racismo, un profesor de literatura de Alabama sacó una edición de Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, donde el nombre del personaje “nigger Jim” ha sido cambiado por “slave Jim” (esclavo Jim). Para que las pequeñas del hogar no se sientan marginadas, alguien sacó a la venta La princesita, que es El principito protagonizado por una niña.
Ante la negativa de los universitarios actuales a escuchar ideas diferentes a las propias, el comediante Joe Rogan le preguntó a Jordan B. Peterson qué debía hacer cuando sus niños terminaran la preparatoria. “Mételos a una escuela de oficios”, replicó. No estaba bromeando.
LA CAPITAL de la corrección política es, sin duda, Hollywood. Ahí el absurdo ha llegado a niveles que ni Ionesco hubiera podido imaginar: hace poco, Halle Berry declaró, muy contenta, que iba a interpretar a una mujer transgénero en una película. Las críticas en redes sociales la destrozaron, diciéndole que el personaje debía interpretarlo una mujer transgénero en la vida real. Al día siguiente, la actriz se disculpó y dijo que declinaba la película. El actor de piel blanca que hacía la voz del negro Cleveland en The Cleveland Show tuvo que renunciar, luego de veinte años de interpretar al personaje. Se despidió pidiendo disculpas. Como actor, puedo asegurar que uno de los más grandes placeres de esta profesión es convertirse en otro. La corrección política quiere robarnos ese placer. En un espectáculo de stand up, el gran comediante Bill Burr imita a un espectador muy ofendido, que le grita a la pantalla de cine: “¡Oigan, yo vi cómo mataban a ese tipo en otra película! ¿Cómo es que ahora está vivo?”.
Otra característica de la corrección política es que es más sabrosa cuando se aplica con dinero ajeno. A principios de este año, el senador Martí Batres propuso una ley que obligaría a los cines a pasar las películas dobladas al español en la misma cantidad de salas donde se exhiban en inglés. Es decir, si en una sala está la nueva película de Woody Allen en inglés, tendría que estar doblada al español en otra sala del mismo complejo. ¿El resultado en todos los cines que conozco? La primera sala llena y la segunda, vacía. Otra monería de dicha propuesta dice lo siguiente: “En al menos un horario por sala, además, deberá ofrecerse una versión doblada a la lengua indígena predominante en la región”. ¿Cuál será la lengua indígena predominante en el área de Cinépolis Perisur? Estamos ante el típico caso de un político que quiere meter sus manotas en una industria que desconoce, para quedar como el bueno de la película. Lo malo es que esa película no la podría ver nadie, porque lo que propone Batres significaría la destrucción de los cines. El mercado debe determinar qué películas se doblan y dónde, no el gobierno.
LAS MINORÍAS, como siempre, son un botín político. Los indígenas no le importan a nadie —tal vez como símbolos sociales sí, pero no como personas de verdad— y la pobreza, que debería erradicarse, sirve para aventarles unos mendrugos cuando se van acercando las elecciones.
En 1984, la obra maestra de George Orwell, el sueño siniestro de Marx es una realidad: la propiedad privada ha sido abolida y “el Gran Hermano te está vigilando”. En 2020, el Gran Hermano es obsoleto. Nosotros mismos nos vigilamos unos a otros. Las redes sociales nos han convertido en una sociedad de soplones, todos listos para ver quién dice la siguiente blasfemia. Todos acumulamos tuits viejos para echárselos en cara a la próxima víctima. Pero no somos malintencionados: cualquier acto es un acto político y todo acto político debe ser el correcto. Decir las palabras equivocadas puede costarle la vida a alguien, pero ese alguien seguramente se lo merece.
Hay que tener cuidado con cada cosa que decimos, con cada cosa que escribimos. Y cuidado con las preguntas. Antes se decía que la única pregunta tonta es la que no se hace. Aunque eso era antes. Ahora todo está resuelto. Todas las preguntas han sido respondidas. Las cosas feas del pasado no han sido borradas, pero están muy bien barridas debajo de la alfombra. Todo tiene un límite, especialmente el conocimiento. Todo está en su lugar. Todo correcto.