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Noticias Amor y Rabia

Sobre el deber de la desobediencia civil

Published on: martes, 23 de noviembre de 2021 // ,


por Henry-David Thoreau

1848

Acepto de todo corazón la máxima: "El mejor gobierno es el que gobierna menos", y así también lo creo, que "el mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto"; y, cuando los hombres estén preparados para él, ése será el tipo de gobierno que tendrán. Un gobierno es, en el mejor de los casos, un mal recurso, pero la mayoría de los gobiernos son, a menudo, y todos, en cierta medida, un inconveniente. Las objeciones que se le han puesto a un ejército permanente (que son muchas, de peso, y merecen tenerse en cuenta), pueden imputarse también al ejército como institución. El ejército permanente es tan sólo un brazo de este gobierno. El gobierno por si mismo, que no es más que el medio elegido por el pueblo para ejecutar su voluntad, es igualmente susceptible de originar abusos y perjuicios antes de que el pueblo pueda intervenir. El ejemplo lo tenemos es la actual guerra de México, obra de relativamente pocas personas que se valen del gobierno establecido como un instrumento, a pesar de que el pueblo no habría autorizado esta medida.

Este gobierno americano, ¿qué es sino una tradición, aunque muy reciente, que lucha por transmitirse a la posteridad sin deterioro, pese a ir perdiendo parte de su integridad a casa instante? No tiene ni la vitalidad ni la fuerza de un solo hombre, ya que un solo hombre puede plegarlo a su voluntad. Es una especie de fusil de madera para el pueblo mismo. Sin embargo, no es por ello menos necesario; el pueblo ha detener alguna que otra complicada maquinaria y oír su sonido para satisfacer así su idea de gobierno. De este modo los gobiernos evidencian cuán fácilmente se puede instrumentalizar a los hombres, o pueden ellos instrumentalizar el gobierno en beneficio propio. Excelente, debemos reconocerlo. Tal es así que este gobierno por sí mismo nunca promovió empresa alguna y en cambio si mostró cierta tendencia a extralimitarse en sus funciones. Esto no hace que el país sea libre. Esto no consolida el oeste. Esto no educa. El propio temperamento del pueblo americano es el que ha conquista- do sus logros hasta hoy, y hubiera conseguido muchos más, si el gobierno no se hubiera interpuesto en su camino a menudo. Y es que el gobierno es un mero recurso por el cual los hombres intentan vivir en paz; y, como ya hemos dicho, es más ventajoso el que menos interfiere en la vida de los gobernados (1). Si no fuera porque el comercio y los negocios parecen botar como la goma, nunca conseguirían saltar los obstáculos que los legisladores les imponen continuamente, y, si tuviéramos que juzgar a estos hombres únicamente por las repercusiones de sus actos, y no por sus intenciones, merecerían que los castigaran y los trataran como a esos delincuentes que ponen obstáculos en las vías del ferrocarril.

Pero, para hablar con sentido práctico y cómo ciudadano, a diferencia de los que se autodenominan contrarios a la idea de un gobierno, solicito, no que desaparezca el gobierno automática- mente, sino un mayor gobierno de inmediato. Dejemos que cada hombre manifieste qué tipo de gobierno tendría su confianza y ése sería un primer paso en su consecución.

Después de todo, la auténtica razón de que, cuando el poder está en manos del pueblo, la mayoría acceda al gobierno y se mantenga en el por un largo periodo, no es porque posean la verdad ni porque la minoría lo considere más justo, sino porque físicamente son los más fuertes. Pero un gobierno en el que la mayoría decida en todos los demás no puede funcionar con justi- cia, al menos tal como entienden los hombres la justicia. ¿Acaso no puede existir un gobierno donde la mayoría no decida virtualmente lo que está bien o mal, sino que sea la conciencia? ¿Donde la mayoría decida solo en aquellos temas en los que sea aplicable la norma de convivencia? ¿Debe el ciudadano someter su conciencia al legislador por un solo instante, aunque sea en la mínima medida? Entonces, ¿para qué tiene cada hombre su conciencia? Yo creo que deberíamos ser hombres primero y ciudadanos después. Lo deseable no es cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia. La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que crea justo. Se ha dicho y con razón que una sociedad mercantil no tiene conciencia; pero una sociedad formada por hombres con conciencia es una sociedad con conciencia. La ley nunca hizo a los hombres más justos y, debido al respeto que les infunde, incluso los bien- intencionados se convierten a diario en agentes de la injusticia. Una consecuencia natural y muy frecuente del respecto indebido a la ley es que uno puede ver una fila de soldados: coronel, capitán, cabo, soldados rasos, artilleros, todos marchando con un orden admirable por colinas y valles hacia el frente en contra de su voluntad, ¡sí! contra su conciencia y su sentido común, lo que hace que la marcha sea dura y se les sobrecoja el corazón. No dudan en que están involucrados en una empresa condenable; todos ellos son partidarios de la paz. Entonces, ¿qué son: hombres o, por el contrario, pequeños fuertes y polvorines móviles al servicio de cualquier mando militar sin escrúpulos? Visitad un arsenal y contemplad a un infante de marina: eso es lo que pue- de hacer de un hombre el gobierno americano, o lo que podría hacer un hechicero: una mera sombra y remedo de humanidad; en apariencia es un hombre vivo y erguido pero, sin embargo, mejor diríamos que está enterrado bajo las armas con honores funerarios, aunque bien pudiera ser:

No se oían tambores ni himnos funerarios
Cuando llevamos su cadáver rápidamente al baluarte;
ningún soldado disparó salvas de despedida
sobre la tumba en que enterramos a nuestro héroe.

De este modo la masa sirve al Estado no como hombres sino básicamente como máquinas, con sus cuerpos. Ellos forman el ejército constituido y la milicia, los carceleros, la policía, los ayudantes del sheriff, etc. En la mayoría de los casos no ejercitan con libertad la crítica ni el sentido moral sino que se igualan a la madera y a la tierra y a las piedras, e incluso se podrían fabricar hombres de madera que hicieran el mismo servicio. Tales individuos no infunden más respeto que los hombres de paja o los terrones de arcilla. No tienen más valor que caballos o perros, y sin embargo se les considera, en general, buenos ciudadanos. Otros, como muchos legisladores, políticos, abogados, ministros y funcionarios, sirven al estado fundamentalmente con sus cabezas, y cómo casi nunca hacen distinciones morales, son capaces de servir tanto al diablo, sin pretenderlo, como a Dios. Unos pocos, como los héroes, los patriotas, los mártires en un sentido amplio y los hombres sirven al Estado además con sus conciencias y, por tanto, las más de las veces se enfrentan a él y, a menudo, se les trata como enemigos. Un hombre prudente sólo será útil como hombre y no se someterá a ser "arcilla" y "tapar un agujero para detener el viento", sino que dejará esa tarea a otros.

Soy de estirpe demasiado elevada
para convertirme en un esclavo,
en un subalterno sometido a tutela.
en un servidor dócil, en un instrumento
de cualquier Estado soberano del mundo.

Al que se entrega por entero a los demás se le toma por un inútil y un egoísta, pero al que se entrega solamente en parte se le considera un benefactor y un filántropo.

¿Cómo corresponde actuar a un hombre ante este gobierno americano hoy? Yo respondo que no nos podemos asociar con él y mantener nuestra propia dignidad. No puedo reconocer ni por un instante que esa organización política sea mi gobierno y al mismo tiempo el gobierno de los esclavos.

Todos los hombres reconocen el derecho a la revolución, es decir, el derecho a negar su lealtad y oponerse al gobierno cuan- do su tiranía o su ineficacia sean desmesurados e insoportables. Pero la mayoría afirma que ese no es el caso actual, aunque si fue el caso, dicen, en la revolución de 1775. Si alguien me dije- ra que ese fue un mal gobierno porque gravó ciertos artículos extranjeros llegados a sus puertos, lo más probable es que ni me inmutara porque puedo pasar sin ellos. Toda máquina experimenta sus propios roces, pero es posible que se trate de un mal menor y contrarreste otros males. En ese caso sería un gran error mover un dedo por evitarlo. Pero cuando resulta que la fricción se convierte en su propio fin, y la opresión y el robo están organizados, yo digo: “hagamos desaparecer esa máquina”. En otras palabras, cuando una sexta parte de la población de un país que se ha comprometido a ser refugio de la libertad, está esclavizada, y toda una nación es agredida y conquistada injustamente por un ejército extranjero y sometida a la ley marcial, creo que ha llegado el momento de que los hombres honrados se rebelen y se subleven. Y este deber es tanto más urgente, por cuanto que el país así ultrajado no es el nuestro, sino que el nuestro es el invasor.

Paley, autoridad reconocida en temas morales, en un capítulo sobre “Deber de sumisión al gobierno civil”, reduce toda obligación civil al grado de conveniencia, y continúa: “mientras el interés de la sociedad entera lo requiera, es decir, mientras la institución del gobierno no se pueda cambiar o rechazar sin inconvenientes políticos, es voluntad de Dios que se obedezca a este gobierno, pero no más allá.... Admitido este principio, la justicia de cada caso particular de rebelión se reduce a calcular por un lado la proporción del peligro y del daño; y por el otro la posibilidad y coste de corregirlo”. A continuación nos dice que cada hombre debe juzgar por si mismo. Pero nos parece que Paley no ha contemplado casos en los que la regla de conveniencia no se apli- ca; es decir cuándo un pueblo o un solo individuo deben hacer justicia a cualquier precio. Si le he quitado injustamente la tabla al hombre que se ahoga, debo devolvérsela aunque me ahoge yo. Esto, según Paley sería inconveniente. Aquel que salve su vida, en este caso, la perderá. Este pueblo debe dejar de tener esclavos y de luchar contra México aunque le cueste la existencia como tal pueblo.

Por experiencia propia, muchas naciones están de acuerdo con Paley, pero ¿acaso alguien cree que Massachusetts está haciendo lo correcto en la crisis actual?

Un estado prostituido: una mujerzuela a cuyo traje plateado se le lleva la cola, pero cuya alma se arrastra por el polvo Descendiendo a lo concreto: los que se oponen a una reforma en Massachusetts no son cien mil políticos del sur sino cien mil comerciantes y granjeros de aquí, que están más interesados en el comercio y la agricultura que en el género humano y no están de acuerdo en hacer justicia ni a los esclavos ni a México, costase lo que costase. Yo no me enfrento con enemigos lejanos sino con los que cerca de casa cooperan con ellos y les apoyan, y sin los cuales estos últimos son inofensivos. Estamos acostumbrados a decir que las masas no están preparadas, pero el progreso es lento porque la minoría no es mejor y más prudente que la mayoría. Lo más importante no es que una mayoría sea tan buena como tú, sino que exista una cierta bondad absoluta en algún sitio para que fermente a toda la masa. Miles de personas están, en teoría, en contra de la esclavitud y la guerra, pero de hecho no hacen nada para acabar con ellas; miles que se consideran hijos de Washington y Francia, se sientan con las manos en los bolsillos y dicen que no saben qué hacer, y no hacen nada; miles incluso que posponen la cuestión de la libertad a la cuestión del mercado libre y leen en silencio las listas de precios y las noticias del frente de México tras la cena, e incluso caen dormidos sobre ambos. ¿Cuál es el valor de un hombre honrado y de un patriota hoy? Dudan y se lamentan y a veces redactan escritos, pero no hacen nada serio y eficaz. Esperan con la mejor disposición a que otros remeden el mal, para poder dejar de lamentarse. Como mucho, depositan un simple voto y hacen un leve signo de aprobación y una aclamación a la justicia al pasar por su lado. Por cada hombre virtuoso, hay novecientos noventa y nueve que alardean de serlo, y es más fácil tratar con el auténtico poseedor de una cosa que con los que pretenden tenerla.

Las votaciones son una especie de juego, como las damas o el backgammon que incluyesen un suave tinte moral; un jugar con lo justo y lo injusto, con cuestiones morales; y desde luego incluye apuestas. No se apuesta sobre el carácter de los votantes. Quizás deposito el voto que creo más adecuado, pero no estoy realmente convencido de que eso deba prevalecer. Estoy dispuesto a dejarlo en manos de la mayoría. Su obligación, por tanto, nunca excede el nivel de lo conveniente. Incluso votar por lo justo es no hacer nada por ello. Es tan sólo expresar débilmente el deseo de que la justicia debiera prevalecer. Un hombre prudente no dejará lo justo a merced del azar, ni deseará que prevalezca frente al poder de la mayoría. Cuando la mayoría vote al fin por la abolición de la esclavitud, será porque les es indiferente la esclavitud o porque sea tan escasa que no merezca la pena mantenerla. Para entonces ellos serán los únicos esclavos. Sólo puede acelerar la abolición de la esclavitud el voto de aquel que afianza su propia voluntad con ese voto.

He oido decir que se va a celebrar una Convención en Baltimore o en algún otro sitio, para la elección del candidato a la presidencia y que está formada fundamentalmente por directores de periódicos y políticos profesionales, y yo me pregunto: ¿Qué puede importarle al hombre independiente, inteligente y respetable la decisión que tomen? ¿Es que no podemos contar con la ventaja de la prudencia y la honradez de este último? ¿No podemos esperar que haya votos independientes? ¿Acaso no son numerosísimos los hombres que no asisten a convenciones en este país? Pero no: yo creo que el hombre respetable como tal se ha escabullido de su puesto y desespera de su país, cuando es su país el que tiene más razones para desesperar de él. Inmediatamente acepta a uno de los candidatos elegidos de ese modo, como el único disponible demostrando que es el quien está disponible para cualquier propósito del demagogo. Su voto no tiene más valor que el de cualquier extranjero sin principios o el de cualquier empleadillo nativo que pueden estar comprados. ¡Loado sea el hombre auténtico que como dice mi vecino, tiene un hueso en la espalda que no le permite doblegarse! Nuestras estadísticas son falsas, la población está inflada. ¿Cuántos hombres hay en este país por cada 250.000 hectáreas? Apenas uno. ¿No ofrece América ningún atractivo para que los hombres se asienten aquí? El americano ha degenerado en un “Odd Fellow”, un ser que se reconoce por el desarrollo de su sentido gregario y la ausencia manifiesta de inteligencia y una alegre confianza en si mismo, cuyo primer y básico interés en el mundo es ver que los asilos se conservan en buen estado y antes se ha puesto la vestimenta en toda regla y ha ido a recabar fondos para mantener a las viudas y huérfanos que pueda haber; en fin, en alguien que se permite vivir sólo con la Compañía de Seguros Mutuos que se ha comprometido a enterrarlo decentemente. Por supuesto, no es un deber del hombre dedicarse a la erradicación del mal, por monstruoso que sea. Puede tener, como le es lícito, otros asuntos entre manos; pero si es su deber al menos, lavarse las manos de él. Y si no se va a preocupar más de él, que, por lo menos, en la práctica, no le dé su apoyo. Si me entrego a otros fines y consideraciones, antes de dedicarme a ello debo, como mínimo, asegurarme de que no estoy pisando a otros hombres. Ante todo, debo permitir que también los demás puedan realizar sus propósitos. ¡Fijaos que gran inconsistencia se tolera! He oido decir a conciudadanos míos: “me gustaría que me ordenaran colaborar con la represión de una rebelión de es- clavos o marchar hacia México; veríamos si lo hago”; y en cambio esos mismos han facilitado un sustituto indirectamente con su propio dinero. Al soldado que se niega a luchar en una guerra injusta le aplauden aquellos que aceptan mantener al gobierno injusto que la libra: le aplauden aquellos cuyos actos y autoridad él desprecia y desdeña, como si el Estado fuera un penitente que contratase a uno para que se fustigase por sus pecados, pero que no considerase la posibilidad de pecar ni por un momento. Así, con el pretexto del orden y del gobierno civil, se nos hace honrar y alabar nuestra propia vileza. Tras la primera vergüenza por pecar surge la indiferencia y lo inmoral se convierte, como si dijéramos, en amoral y no del todo innecesario en la vida que nos hemos forjado.

El mayor error y el mas extendido exige la virtud más desinteresada. El ligero reproche al que es susceptible muy a menudo la virtud de un patriota, es aquel en el que incurren fácilmente los hombres honrados. los que, sin estar de acuerdo con la naturaleza y las medidas de un gobierno, le entregan su lealtad y su apoyo son, sin duda, sus seguidores más conscientes y por tanto suelen ser el mayor obstáculo para su reforma. Algunos están interpelando al Estado de Massachusetts para que disuelva la Unión y olvide los requerimientos del Presidente. ¿Por qué no la disuelven por su cuenta (la unión entre ellos mismos y el estado) y se niegan a pagar impuestos al tesoro? ¿No están en la misma situación con respecto al Estado que el Estado con respecto a la Unión? ¿Acaso las razones que han evitado que el Estado se enfrentara con la Unión no han sido las mismas que han evitado que ellos mismos se enfrenten con el Estado?

¿Cómo puede estar satisfecho un hombre por el mero hecho de tener una opinión y quedarse tranquilo con ella? ¿Puede haber alguna tranquilidad en ello, si lo que opina es que está ofendido? Si tu vecino te estafa un solo dólar no quedas satisfecho con saber que te han estafado o diciendo que te han estafado, ni siquiera exigiéndole que te pague lo tuyo, sino que inmediatamente tomas medidas concretas para recuperarlo y te aseguras de que no vuelva a estafarte. La acción que surge de los principios, de la percepción y la realización de lo justo, cambia las cosas y las relaciones, es esencialmente revolucionaria y no está del todo de acuerdo con el pasado. No sólo divide Estados e iglesias, divide familias e incluso divide al individuo separando en él lo diabólico de lo divino.

Hay leyes injustas. ¿Nos contentaremos con obedecerlas o intentaremos corregirlas y las obedeceremos hasta conseguirlo? ¿O las transgrediremos desde ahora mismo? Bajo un gobierno como este nuestro, muchos creen que deben esperar hasta convencer a la mayoría de la necesidad de alterarlo. Creen que si opusieran resistencia el remedio sería peor que la enfermedad. pero eso es culpa del propio gobierno. ¿Por qué no está atento para preveer y procurar reformas? ¿Por qué no se aprecia el valor de esa minoría prudente? ¿Por qué no anima a sus ciudadanos a estar alerta y a señalar sus errores para mejorar en su acción? ¿Por qué tenemos siempre que crucificar a Cristo y a excomulgar a Copérnico y Lutero y luego declarar rebeldes a Washington y Franklin?

Se pensará que una negación deliberada y práctica de su autoridad es la única ofensa que el gobierno no contempla; si no ¿por qué no ha señalado el castigo definitivo, adecuado y proporcionado? Si un hombre sin recursos se niega una sola vez a pagar nueve monedas al estado, se le encarcela (sin que ninguna ley de que yo tenga noticia lo limite) por un periodo indeterminado que se fija según el arbitrio de quienes lo metieron allí; pero si hubiera robado noventa veces nueve monedas al Estado, en seguida se le dejaría en libertad.

Si la injusticia forma parte de la necesaria fricción de la maquinaria del gobierno, dejadla así. Quizás desaparezca con el tiempo, lo que si es cierto es que la maquinaria acabará por romperse. Si la injusticia tiene un muelle o una polea o una cuerda o una manivela exclusivamente para ella, entonces tal vez debáis considerar si el remedio no será peor que la enfermedad; pero si es de tal naturaleza que os obliga a ser agentes de la justicia, entonces os digo, quebrantad la ley. Que nuestra vida sea un freno que detenga la máquina. Lo que tengo que hacer es asegurarme de que no me presto a hacer el daño que yo mismo condeno.

En cuanto a adoptar los medios que el estado aporta para remediar el mal, yo no conozco tales medios. Requieren demasiado tiempo y se invertiría toda la vida. Tengo otros asuntos que atender. No vine al mundo para hacer de él un buen lugar para vivir, sino a vivir en él, sea bueno o malo. Un hombre no tiene que hacerlo todo, sino algo, y debido a que no puede hacerlo todo, no es necesario que haga algo mal. No es asunto mío interpelar al gobierno o a la Asamblea Legislativa, como tampoco el de ellos interpelarme a mí, y si no quieren escuchar mis súplicas, ¿qué debo hacer yo? Para esta situación el estado no ha previsto ninguna salida, su Constitución es la culpable. Esto puede parecer duro y obstinado e intransigente, pero a quien se ha de tratar con mayor consideración y amabilidad es únicamente al espíritu que lo aprecie o lo merezca. Sucede pues que todo cambio es para mejor como el nacer y el morir que producen cambios en nuestro cuerpo.

No vacilo en decir que aquellos que se autodenominan abolicionistas deberían inmediatamente retirar su apoyo personal y económico al gobierno de Massachussets, y no esperar a constituir una mayoría, antes que tolerar que la injusticia opere sobre ellos. Yo creo que es suficiente con que tengan a Dios de su parte, sin esperar a más. Un hombre con más razón que sus conciudadanos ya constituye una mayoría de uno. Tan sólo una vez al año me enfrento directamente cara a cara con este gobierno americano o su representante, el gobierno del Estado en la persona del recaudador de impuestos. Es la única situación en que un hombre de mi posición inevitablemente se encuentra con él, y el entonces dice claramente: “Reconóceme”. Y el modo más simple y efectivo y hasta el único posible de tratarlo en el actual estado de cosas, de expresar mi poca satisfacción y mi poco amor por él, es rechazarlo. Mi convecino civil, el recaudador de impuestos, es el único hombre con el que tengo que tratar, puesto que, después de todo, yo peleo con personas y no con papeles, y ha elegido voluntaria- mente ser un agente del gobierno. ¿Cómo va a conocer su identidad y su cometido como funcionario del gobierno o como hombre, si no le obligan a decidir si ha de tratarme a mí que soy su vecino y a quien respeta, como a tal vecino y hombre honrado o como a un maníaco que turba la paz? Después veríamos si puede saltarse ese sentimiento de buena vecindad sin recurrir a pensamientos y palabras más duras e impetuosas de acuerdo con esa actuación. Estoy seguro de que si mil, si cien, si diez hombres que pudiese nombrar, si solamente diez hombres honrados, incluso un sólo hombre de este estado de Massachussets dejase en libertad a sus esclavos y rompiera su asociación con el gobierno nacional y fuera por ello encerrado en la cárcel del condado, eso significaría la abolición de la esclavitud en América. Lo que importa no es que el comienzo sea pequeño: lo que se hace bien una vez, queda bien hecho para siempre. Pero nos gusta más hablar de ello: decimos que esa es nuestra misión. La reforma cuenta con docenas de periódicos a su favor, pero ni con un sólo hombre. Si mi estimado vecino, el embajador del Estado, que va a dedicar su tiempo a solucionar la cuestión de los derechos humanos en la Cámara del Consejo, en vez de sentirse amenazado por las prisiones de Carolina, tuviera que ocuparse del prisionero de Massachussets, el prisionero de ese estado que se siente tan ansioso de cargar el pecado de la esclavitud sobre su hermano (aunque, por ahora, sólo se ha descubierto un acto de falta de hospitalidad para fundamentar su querella contra él), la legislatura no desestimaría el tema por completo el invierno que viene.

Bajo un gobierno que encarcela a alguien injustamente, el lugar que debe ocupar el justo es también la prisión. Hoy, el lugar adecuado, el único que Massachussets ofrece a sus espíritus más libres y menos sumisos, son sus prisiones; se les encarcela y se les aparta del Estado por acción de este, del mismo modo que ellos habían hecho ya por sus principios. Ahí es donde el esclavo negro fugitivo y el prisionero mejicano, en libertad condicional y el indio que viene a interceder por los daños infringidos a su raza deberían encontrarnos: en ese lugar separado, pero más libre y honorable, donde el Estado sitúa a los que no están con él sino contra él: ésta es la única casa, en un Estado de esclavos, donde el hombre libre puede permanecer con honor. Si alguien piensa que su influencia se perdería allí, que sus voces dejarán de afligir el oido del Estado, y que no serían un enemigo dentro de sus murallas, no saben cuanto más fuerte es la verdad que el error, cuanto más elocuente y eficiente puede ser combatir la injusticia cuando se ha sufrido en su propia carne. Deposita todo su voto, no sólo una papeleta, sino toda tu influencia. Una minoría no tiene ningún poder mientras se aviene a la voluntad de la mayoría: en ese caso ni siquiera es una minoría. Pero cuando se opone con todas sus fuerzas es imparable. Si las alternativas son encerrar a los justos en prisión o renunciar a la guerra y la esclavitud, el Estado no dudará cuál elegir. Si mil años dejaran de pagar los impuestos este año, tal medida no sería ni violenta ni cruel, mientras que si los pagan, se capacita al Estado para cometer actos de violencia y derramar la sangre de los inocentes. Esta es la definición de una revolución pacífica, si tal es posible. Si el recaudador de impuestos o cualquier otro funcionario público me preguntara -como así ha sucedido- “pero, ¿qué debo hacer?”, mi respuesta sería: “Si de verdad deseas colaborar, renuncia al cargo”. Una vez que el súbdito ha retirado su lealtad y el funcionario ha renunciado a su cargo, la revolución está con- seguida incluso aunque haya derramamiento de sangre. ¿Acaso no hay un tipo de derramamiento de sangre cuando se hiere la conciencia? Por esta herida se vierten la auténtica humanidad e inmortalidad del hombre y su hegemonía le ocasiona una muerte interminable. Ya veo correr esos ríos de sangre.

Me he referido al encarcelamiento del objetor y no a la incautación de sus bienes, aunque ambos cumplen sus mismos fines, porque aquellos que afirman la justicia más limpia y, por tanto, los más peligrosos para un Estado corrompido, no suelen haber dedicado mucho tiempo a acumular riquezas. A estos ta- les el Estado les presta un servicio relativamente pequeño, y el mínimo impuesto suele parecerles exagerado en especial si se ven obligados a ganarlo con el sudor de su frente. Si hubiera alguien que viviera sin hacer uso del dinero en absoluto, el Estado mismo dudaría en reclamárselo. Pero los ricos (y no se trata de comparaciones odiosas) están siempre vendidos a la institución que les hace ricos. Hablando en términos absolutos, a mayor riqueza, menos virtud; porque el dinero vincula al hombre con sus bienes y le permite conseguirlos y, desde luego, la obtención de ese dinero en si mismo no constituye ninguna gran virtud. El dinero acalla muchas preguntas que de otra manera tendría que contestar, mientras que la única nueva que se le plantea es la difícil pero supérflua de cómo gastarlo. De ese modo, sus principios morales se derrumban a sus pies. Las oportunidades de una vida plena disminuyen en la misma proporción en que se incrementan lo que se ha dado en llamar los “medios de fortuna”. Lo mejor que el rico puede hacer en favor de su cultura es procurar llevar a cabo aquellos planes en que pensaba cuando era pobre. Cristo respondió a los fariseos en una situación semejante: “Mostradme la moneda del tributo”, dijo, y sacó un céntimo del bolsillo. Si usáis moneda que lleva la efigie del Cesar y él la ha valorado y ha hecho circular, y si sois ciudadanos del Estado y disfrutáis con agrado de las ventajas del gobierno del Cesar, entonces devolvedle algo de lo suyo cuando os lo reclame: ‘Dad al César lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios’.Y se quedaron como estaban sin saber qué era de quién, porque no querían saberlo.

Cuando hablo con el más independiente de mis conciudadanos, me doy cuenta de que diga lo que diga acerca de la magnitud y seriedad del problema, y su interés por la tranquilidad pública, en última instancia no puede prescindir del gobierno actual y teme las consecuencias que la desobediencia pudiera acarrear a sus bienes y a su familia. Por mi parte no me gustaría pensar que algún día voy a depender de la protección del Estado. Si rechazo la autoridad del Estado cuando me presenta la factura de los impuestos pronto se apoderara de lo mío y gastará mis bienes y nos hostigará interminablemente a mí y a mis hijos. Esto es duro. Esto hace que al hombre le sea imposible vivir con honradez y al mismo tiempo con comodidad en la vida material. No merece la pena acumular bienes: con toda seguridad se los volverán a llevar; es mejor emplearse o establecerse en alguna granja y cultivar una pequeña cosecha y consumirla cuanto antes. Se debe vivir independientemente sin depender más que de uno mismo, siempre dispuesto y preparado para volver a empezar y sin implicarse en muchos negocios. Un hombre puede enriquecerse hasta en Turquía si se comporta en todos los aspectos como un buen súbdito del gobierno turco. Decía Confuncio: “Si un Estado se gobierna siguiendo los dictados de la razón, la miseria y la pobreza provocarán la vergüenza: si un Estado no se gobierna siguiendo la razón, las riquezas y los honores provocan vergüenza”. No: mientras no necesite que Massachussets me socorra en algún lejano puerto del Sur, donde mi libertad se halle en peligro, o mientras me dedique únicamente a adquirir una granja por medios pacíficos en mi propio país, podré permitirme el lujo de negarle lealtad a Massachussets y su derecho sobre mi vida y sobre mis bienes. Además, me cuesta menos trabajo desobedecer al Estado, que obedecerle. Si hiciera esto último, me sentiría menos digno.

Hace algunos años, el Estado me instó en nombre de la Iglesia a que pagara cierta suma para sostener al clérigo a cuyos oficios solía asistir mi padre, aunque no yo. “Paga” -se me dijo- “o serás encarcelado”. Me negué a pagar pero lamentablemente otro decidió hacer el pago por mi. No veía por qué el maestro tenía que contribuir con sus impuestos al sustento del clérigo y no el clérigo al del maestro; dado que además yo no era maestro del Estado y me mantenía gracias a una suscripción popular. No veía por qué la escuela carecía del derecho a recibir impuestos del Estado, mientras que la iglesia si lo tenía. De todos modos, ante el requerimiento de los concejales, me avine a redactar una declaración en los siguientes términos: “Sepan todos por la presente que yo, Henry Thoreau, no deseo ser considerado miembro de ninguna sociedad legalmente constituida en la que no me haya inscrito personalmente”. La entregué al alguacil y él la tiene. El Estado sabiendo de este modo que yo no deseaba ser considerado miembro de la iglesia, no ha vuelto a reclamarme aquel impuesto, aunque mantuvo su exigencia inicial por aquella sola vez. Si hubierra sabido entonces cómo denominarlas me habría borrado una por una de todas las sociedades de las que jamás me hice miembro, pero no sabía donde conseguir una lista completa.

No he pagado “los impuestos sobre los votantes” desde hace seis años. Por ello me encarcelaron una vez, durante una noche, y mientras contemplaba los muros de piedra sólida de 60 u 80 centímetros de espesor, la puerta de hierro y de madera de treinta centímetros de grosor y la reja de hierro que filtraba la luz, no pude por menos que sentirme impresionado por la estupidez de aquella institución que me trataba como si fuera mera carne, sangre y huesos que encerrar. Me admiraba que alguien pudiera concluir que ese era el mejor uso que se podía hacer de mi, y no hubieran pensado que si un muro de piedra me separaba de mis conciudadanos, aún habría otro más difícil de rebasar o perforar para que ellos consiguieran ser tan libre como yo. No me sentí confinado ni un solo instante, y los muros se me antojaban enormes derroches de piedra y cemento. Me sentía como si yo hubiera sido el único ciudadano que había pagado mis impuestos. Sencillamente no sabían como tratarme y se comportaban como personas inadecuadas. Lo mismo cuando alababan que cuando amenazaban cometían una estupidez, ya que pensaban que mi deseo era saltar al otro lado del muro. No podía hacer otra cosa que sonreír al vez con qué esfuerzo me cerraban la puerta, mientras mis pensamientos les seguían fuera de allí sin obstáculo ni impedimento, cuando eran ellos los únicos peligrosos. Como no podían llegar a mi alma, habían decidido castigar mi cuerpo como hacen los niños que, cuando no pueden alcanzar a la persona que les fastidia, maltratan a su perro. Yo veía al Estado como a un necio, como a una mujer solitaria que temiese por sus cubiertos de plata y que no supiese distinguir a sus amigos de sus enemigos. Perdí todo el respeto que aun le tenía y me compadecí de él.

El Estado nunca se enfrenta voluntariamente con la conciencia intelectual o moral de un hombre sino con su cuerpo, con sus sentidos. No se arma de honradez o de inteligencia sino que recurre a la simple fuerza física. Yo no he nacido para ser violentado. Seguiré mi propio camino. Veremos quién es el más fuerte. ¿Qué fuerza tiene la multitud? Sólo pueden obligarme aquellos que obedecen a una ley superior a la mía. Me obligan a ser como ellos. Yo no oigo que a los hombres les obliguen a vivir de tal o cual manera las masas, ¿Qué vida sería esa? Cuando veo que un gobierno me dice: “La bolsa o la vida”, ¿por qué voy a apresurarme a darle mi dinero? Puede que se halle en grandes aprietos y no sepa qué hacer: yo no puedo hacer nada por él: Debe salvarse a sí mismo, como hago yo. No merece la pena lloriquear. Yo no soy el responsable del buen funcionamiento de la máquina de la sociedad. Yo no soy el hijo del maquinista. Observo que cuando una bellota y una castaña caen al lado, una no permanece inerte para dejar espacio a la otra, sino que ambas obedecen sus propias leyes y brotan y crecen y florecen lo mejor que pueden, hasta que una acaso ensombrece y destruye a la otra. Si una planta no puede vivir de acuerdo con su naturaleza muere, y lo mismo le ocurre al hombre.

La noche en prisión fue una novedad interesante. Cuando entré, los presos en mangas de camisa disfrutaban charlando y tomando el fresco de la tarde en la puerta. Pero el carcelero dijo: “¡Vamos, muchachos, es hora de cerrar!”, y todos se dispersaron y oi el sonido de sus pasos volviendo a sus oscuros aposentos. El carcelero me presentó a mi compañero de celda como un “individuo inteligente y de buena naturaleza”. Cuando cerraron la puerta me enseñó donde podía colgar el sombrero y como se las arreglaba uno allí dentro. Blanqueaban las celdas una vez al més y ésta, si no las demás, era la habitación más blanca, más sencillamente amueblada y probablemente más limpia de toda la ciudad. Mi compañero se interesó inmediatamente por mí: quería saber de dónde era y qué me había traído aquí, y cuando se lo dije le pregunté a su vez cómo había venido él, dando por supuesto que se trataba de un hombre honrado, y tal como está el mundo, creo que lo era. “Pues” -dijo- “me acusan de incendiar un granero, pero no lo hice”. Según pude averiguar, probablemente había ido a dormir la borrachera a un granero y al fumar allí su pipa, el granero se incendió. Tenía fama de hombre listo, llevaba tres meses esperando el juicio y tendría que esperar otro tanto aún; pero se había adaptado y aceptaba su situación puesto que le mantenían gratis y le trataban bien.

El ocupaba una ventana y yo la otra, y me di cuenta de que si uno permanecía allí mucho tiempo su quehacer principal consistía en mirar por la ventana. Muy pronto había leído todos los panfletos que habían ido dejando allí y examinando por donde se habían escapado otros presos y dónde habían aserrado una reja y también conocí anécdotas de varios ocupantes de aquella celda. Descubrí que incluso había una historia y unos chismes que jamás salían de los muros de la prisión. Probablemente sea ésta la única casa en la ciudad donde se componen versos que luego se copian aunque no lleguen a publicarse. Me enseñaron una larga lista de versos compuestos por ambos jóvenes a los que habían descubierto en plena huida, y los cantaban para vengarse.

Le saqué a mi compañero de celda toda la información que pude temiendo no poder volver a verlo nunca más, pero finalmente me indicó cuál era mi cama y se alejó para apagar la lámpara. Pernoctar allí esa noche fue como volar a un país que nunca hubiera imaginado conocer. Me parecía que nunca antes había oido las campanadas del reloj del Ayuntamiento, ni los ruidos de la noche en la ciudad y es que dormíamos con las ventanas abiertas por dentro de la reja. Era como contemplar mi ciudad natal a la luz de la Edad Media y nuestro Concord convertido en el Rin, con visiones de caballeros y castillos desfilando ante mí. Eran las voces de mis vecinos en las calles lo que yo oía. Me convertí en un espectador y oyente voluntario de lo que sucede en la cocina de la posada contigua, una experiencia totalmente nueva y extraña para mi. Me proporcionó un conocimiento de primera mano de mi ciudad natal. Estaba absolutamente dentro de ella. Nunca hasta entonces había visto sus intituciones. Esta es una de sus instituciones más peculiares, pues se trata de una cabeza de partido. Empezaba a comprender de verdad a sus habitantes.

Por la mañana me pasaron el desayuno por una abertura en la puerta en pequeñas latas ovaladas hechas a la medida que contenían medio litro de chocolate con pan moreno y una cuchara de hierro. Cuando volvieron para recoger los cacharros caí en la novatada de devolver el pan que me había sobrado, pero mi compañero lo agarró y me dijo que debía guardarlo para la comida o la cena. Enseguida le dejaron salir para acudir a su trabajo de recogida de heno en un campo cercano al que iba cada día y del que no volvía hasta mediodía, por tanto se despidió diciendo que no sabía si nos volveríamos a ver.

Cuando salí de la prisión (pues alguien intervino en mis asuntos y pagó el impuesto) no observé que se hubieran producido grandes cambios en la gente, como le hubiese sucedido al que marchase de joven y volviese hecho un viejo tembloroso y lleno de canas. Sin embargo si aprecié un cierto cambio en la escena: en la ciudad, en el Estado y en el país; un cambio mayor que el debido al mero paso del tiempo. El Estado en el que vivía se me presentaba con mayor nitidez. Vi hasta que punto podía confiar como vecinos o amigos en la gente con la que vivía, que su amistad era de poco fiar, que no se proponían hacer el bien. Eran de una raza distinta a la mía por sus principios y supersticiones, como los chinos y los malayos que, en sus sacrificios a la humanidad, no corren riesgo alguno y tampoco sus bienes. Después de todo, no eran tan nobles y trataban al ladrón como les había tratado a ellos; y esperaban salvar sus almas mediante la observancia de ciertas costumbres y unas cuantas oraciones y caminando de vez en cuando por senderos rectos pero inútiles. Puede que esta crítica a mis vecinos parezca severa, puesto que muchos de ellos no saben que existe una institución como la cárcel en la ciudad.

Antes era costumbre en nuestra ciudad que, cuando un deudor pobre salía de la cárcel, sus conocidos le saludaran mirando a través de los dedos cruzados, para representar las rejas de la cárcel: “¿Qué tal?”. Mis vecinos no hicieron eso sino que primero me miraron a mí y luego se miraron unos a otros, cómo si hubiera vuelto de un largo viaje. Me prendieron cuando iba al zapatero a recoger un zapato que me habían arreglado. Cuando me soltaron, a la mañana siguiente, procedí a finalizar mi recado y tras ponerme el zapato arreglado, me uní al grupo que iban a recoger bayas y que me esperaban para que les hiciera de guía, y en media hora (pues aparejé el caballo con rapidez) estaba en medio del campo de bayas, en una de nuestras colinas más latas, a 3 km de distancia, y allí no se veía al Estado por ningún sitio. Esta es la historia completa de “Mis prisiones”.

Nunca me he negado a pagar el impuesto de carreteras porque tan deseoso estoy de ser un buen vecino como de ser un mal súbdito; y respecto del mantenimiento de las escuelas, estoy contribuyendo ahora a la educación de mis compatriotas. No me niego a pagar los impuestos por ninguna razón en concreto; simplemente deseo negarle mi lealtad al Estado, retirarme y mantenerme al margen. Aunque pudiera saberlo, no me importaría conocer el destino de mi dinero, hasta que se comprara con él a un hombre o a un mosquetón para matar -el dinero es inocente- pero me interesaría conocer las consecuencias que tendría mi lealtad. A mi modo, en silencio, declaro la guerra al Estado, aunque todavía haré todo el uso de él y le sacaré todo el provecho que puedo, como suele hacerse en otros casos.

Si otros, por simpatía con el Estado, pagan los impuestos que yo me niego a pagar, están haciendo lo que antes hicieron por si mismos, o por mejor decir, están llevando la injusticia más allá todavía de lo que exige el Estado. Si los pagan por un equivocado interés en la persona afectada, para preservar sus bienes o evitar que vaya a la cárcel, es porque no han considerado con sensatez hasta qué punto sus sentimientos personales interfieren con el bien público.

Esta, pues, es mi postura en estos momentos. Pero en tales casos hay que estar muy en guardia para evitar actuar llevado por la obstinación o por un indebido respeto por la opinión del prójimo. Lo que hay que comprender es que actuando así se está haciendo lo que uno debe y lo que corresponde a ese momento.

A veces pienso que estas gentes tienen buenas intenciones pero son ignorantes; serían mejores si entendieran todo esto. ¿Por qué obligar a tu vecino al esfuerzo de tratarte en contra de sus propias inclinaciones? Sin embargo, yo creo que ésta no es razón suficiente para que yo les imite o para que permita que otros sufran calamidades mucho mayores. A veces me digo a mi mismo, cuando muchos millones de hombres sin odio, sin mala voluntad, sin sentimientos personales de ningún tipo, os piden unas pocas monedas y no existe la posibilidad -según su propia constitución- de retirar o de alterar tal demanda, ni la posibilidad por tu parte de ayudar a otros millones, ¿por qué te tendrías que exponer a esta aplastante fuerza bruta? Tú no te resistes con esa obstinación al frío y al hambre, al viento y a las olas, sino que te sometes resignadamente a esas y a otras muchas penalidades similares. No metes la cabeza en el fuego innecesariamente. pero exactamente en la misma proporción en que considero que esta no es completamente una fuerza bruta, sino que es en parte una fuerza humana, y creo que tengo relaciones con esos millones, que son relaciones con millones de hombres, y no con simples animales o cosas animadas, veo que la apelación es posible, en primer lugar, y de modo inmediato, de ellos hacia su Creador; y en segundo lugar de ellos hacia si mismos. Pero si deliberadamente meto la cabeza en el fuego, no hay apelación posible ni al fuego ni al Creador del fuego, y yo sólo sería responsable de las consecuencias. Si me pudiese convencer a mi mismo de que tengo el más mínimo derecho a sentirme satisfecho de los hombres tal como son, y tratarlos en consecuencia y no, en cierto modo, según mi convicción y mi esperanza de cómo ellos y yo deberíamos ser, entonces, como un buen Musulmán y fatalista me las arreglaría para quedarme tranquilo con las cosas tal y como son, y diría que se trataba de la voluntad de Dios. Y, sobre todo, hay una diferencia entre resistir a esto y a una mera fuerza animal o natural: al resistir a esto consiguió algún efecto: pero no puedo esperar cambiar, como Orfeo, la naturaleza de las rocas, los árboles y las bestias.

No tengo interés en discutir con ningún hombre o nación. No deseo ser puntilloso y establecer distinciones sutiles; ni tampoco quiero presentarme como el mejor de mis conciudadanos. Lo que yo busco, en cambio, es una excusa para dar mi conformidad a las leyes de este país. Estoy totalmente dispuesto a someterme a ellas. De hecho, cuando pasa el recaudador de impuestos, me dispongo a revisar las leyes y la situación de ambos gobiernos, el federal y el del Estado, así como la opinión del pueblo en busca de un pretexto para dar su conformidad.

Debemos interesarnos por nuestro país como si fuera nuestro padre y si en algún momento nos negamos a honrarle con nuestro amor o nuestro esfuerzo, debemos, sin embargo, respetarle y educar el alma en cuestiones de conceptos y de religión, y no en deseos de poder ni de beneficio propio.
Creo que el estado podrá evitarme pronto toda esa preocupación, y entonces no seré más patriota que mis convecinos. Desde cierto punto de vista, la Constitución, con todos sus fallos, es muy buena; las leyes y los tribunales son muy respetables, incluso el gobierno federal y el de este Estado son, en algunos sentidos, admirables y originales; algo por lo que debemos estar agradecidos, tal como mucha gente lo ha descrito. Pero si elevamos un poco nuestro punto de vista, en realidad no serían más que como los he descrito yo, y si nos elevamos aún más, ¿quién sabe lo que son o si merece la pena observarlos o pensar en ellos?

De todos modos, el gobierno no es algo que me preocupe demasiado, y voy a pensar muy poco en él. No son muchas las ocasiones en que me afecta directamente ni siquiera en este mundo en el que vivimos. Si un hombre piensa con libertad, sueña con libertad, e imagina con libertad, nunca le va a parecer que es aquello que no es, y ni los gobernantes ni los reformadores ineptos podrán en realidad coaccionarle.

Sé que la mayoría de los hombres piensan de distinto modo, pero son aquellos que se dedican profesionalmente al estudio de estos temas u otros semejantes, los que más me preocupan; los estadistas y legisladores, que se hallan tan plenamente integrados en las instituciones que jamás las pueden contemplar con actitud clara y crítica. Hablan de cambiar la sociedad, pero no se sienten cómodos fuera de ella. Puede que se trate de hombres de cierta experiencia y criterio, y, sin lugar a dudas, han inventado soluciones ingeniosas en incluso útiles, por lo que sinceramente les damos las gracias; pero todo su talento y su utilidad se encuentran dentro de límites muy reducidos. Suelen olvidar que el mundo no lo gobiernan ni la política ni la convivencia. Webster jamás ve más allá del gobierno y por tanto no puede hablar de él con autoridad. Sus palabras las consideran válidas aquellos legisladores que no contemplan la necesidad de una reforma social en el gobierno actual, pero a los inteligentes y a los que legislan con idea de futuro les parece que ni siquiera vislumbra el problema.

Conozco unos cuantos que con sus serenos y sabios argumentos sobre este tema pondrían de manifiesto cuán limitada es la capacidad de Webster para la reflexión y la apertura a nuevas ideas. Y, sin embargo, si lo comparamos con el pobre quehacer de los reformistas y el aún más pobre ingenio y elocuencia de los políticos en general, sus palabras resultarían más sensatas y válidas, y damos las gracias al cielo porque existen. En comparación con los otros, él es siempre fuerte, original y sobre todo práctico. Con todo, su mayor cualidad no es su sabiduría sino su prudencia. Lo que el abogado llama verdad no es la auténtica Verdad sino la coherencia o una conveniencia coherente. La Verdad está siempre en armonía consigo misma y no se preocupa, al menos básicamente, en poner de relieve la justicia que pueda ser consistente con el mal. Bien merece que le llamen, como ha ocurrido, el Defensor de la Constitución. Los únicos golpes que ha dado, han sido siempre defensivos. No es un líder sino un seguidor. Sus líderes son los hombres del 87. “Nunca me he esforzado” -dice “y nunca pienso esforzarme; jamás he aprobado un esfuerzo, y no pienso hacerlo ahora, para alterar el acuerdo original por el cual los diferentes Estados llegaron a constituirse en Unión”. Respecto al hecho de que la Constitución sancione la existencia de la esclavitud, dice: “Dado que forma parte del contrato original, dejémoslo como está”. Pese a su especial agudeza y habilidad es incapaz de extraer un hecho y sacarlo de sus meras implicaciones políticas, para contemplarlo de una manera exclusivamente intelectual (por ejemplo, como le tocaría hacer a un hombre hoy en América, en relación con el problema de la esclavitud) sino que más bien se aventura o se ve llevado a dar una respuesta tan descabellada como la siguiente, mientras anuncia que habla en términos absolutos y a título personal (y, ¿qué nuevo sistema de valores sociales podríamos deducir de ahí?): “El modo” -dice- “en que el gobierno de estos Estados donde existe la esclavitud hayan de regularla, es responsabilidad suya ante sus electores, antes las leyes generales de lo que es apropiado, de la humanidad y de la justicia ante dios. Las asociaciones que puedan formarse en otros lugares surgidas de un sentimiento de humanidad o de otras causas, no tienen nada que ver con la cuestión. Nunca han recibido mi apoyo y nunca lo tendrán”.

Quienes no conocen otras fuentes de verdad más puras, quienes no han seguido su curso hasta sus orígenes, están, y con razón, del lado de la Biblia y la Constitución y beben de ellas con reverencia y humildad. Pero aquellos que van más allá y buscan el origen del agua que gotea sobre el lago o la charca, se ciñen los lomos una vez más y siguen su peregrinación en busca del manantial.

No ha habido en América ni un solo hombre con genio para legislar. Son escasos en la historia del mundo. Hay centenares de oradores, políticos y hombres elocuentes, pero el orador capaz de resolver los acuciantes problemas de hoy, aún no ha abierto la boca. Nos gusta la elocuencia por sí misma y no porque sea portadora de ninguna verdad o porque aspire a cierto heroísmo. Nuestros legisladores aún no han aprendido el valor relativo que encierran el libre comercio y la libertad, la unión y la rectitud, para una nación. Carecen de genio o talento para las cuestiones relativamente sencillas, como son los impuestos y las finanzas, el comercio, la industria y la agricultura. Si nos dejáramos guiar por la ingeniosa verborrea de los legisladores del Congreso, sin que la oportuna experiencia del pueblo y sus propuestas concretas les corrigieran, América pronto dejaría de conservar su rango entre las naciones. El Nuevo Testamento se escribió hace mil ochocientos años -aunque tal vez no debería referirme a ello- y, sin embargo, ¿donde está el legislador con sabiduría y talento suficiente como para aprovechar la luz que de él dimana y aplicarla sobre la ciencia legislativa?

La autoridad del gobierno, aun aquella a la que estoy dispuesto a someterme -pues obedeceré a los que saben y pueden hacer las cosas mejor que yo, y en ciertos casos, hasta a los que ni saben ni pueden- es todavía muy impura. Para ser estrictamente justa habrá de contar con la aprobación y consenso de los gobernados. No puede ejercer más derecho sobre mi persona y propiedad que el que yo le conceda. El progreso desde una monarquía absoluta a otra limitada en su poder, y desde esta última hasta una democracia, es un progreso hacia el verdadero respeto por el individuo. Incluso el filósofo chino fue lo suficientemente sabio como para considerar que el individuo es la base del imperio. ¿Una democracia, tal como la entendemos, es el último logro posible en materia de gobierno? ¿No es posible dar un paso adelante tendente a reconocer y organizar los derechos del hombre? Jamás habrá un Estado realmente libre y culto hasta que no reconozca al individuo como un poder superior e independiente, del que se deriven su propio poder y autoridad y le trate en consecuencia. Me complazco imaginándome un Estado que por fin sea justo con todos los hombres y trate a cada individuo con el respeto de un amigo. Que no juzgue contrario a su propia estabilidad el que hayan personas que vivan fuera de él, sin interferir ni acogerse a él, tan sólo cumpliendo con sus deberes de vecino y amigo. Un Estado que diera este fruto y permitiera a sus ciudadanos desligarse de él al lograr la madurez, prepararía el camino para otro Estado más perfecto y glorioso aún, el cual también imagino a veces, pero todavía no he vislumbrado por ninguna parte.

NOTAS

(1) No cabe aquí ninguna comparación entre las tesis de Thoreau y las de los popes del neoliberalismo contemporáneo. Thoreau escribió este opúsculo en una etapa del liberalismo clásico previa al periodo capitalista en que el Capital privado se constituye en grandes imperios económicos nacionales y transnacionales que controlan el mercado, dejando éste de ser “libre” en el sentido en que lo entendían los pensadores liberales (y protolibertarios clásicos como Thoreau o Wilhelm von Humbold.


Este texto fue publicado en el número 32 de la revista Amor y Rabia, titulado "Desobediencia Civil", que puede descargarse aquí. Una introducción al texto puede encontrarse aquí.


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