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Noticias Amor y Rabia

El Poder, por León Tolstoi

Published on: jueves, 30 de junio de 2022 // ,


Ilustraciones de Medi Belortaja 


La concepción social de la vida consiste, sabido es, en que el sentido de la vida es transportado de la personalidad al grupo en sus diversos grados: familia, tribu, raza, Estado.


Según esta concepción, resulta que, como el sentido de la vida reside en la agrupación de las personalidades, estas personalidades sacrifican voluntariamente sus intereses a los del grupo. Es lo que se ha producido y se produce aún realmente en ciertas formas del grupo, en la familia o en la tribu, en la raza y aun en el Estado patriarcal.   A   consecuencia  de   costumbres  transmitidas   por   la   educación   y confirmadas por la sugestión religiosa, las personalidades subordinan sus intereses a los del grupo y los sacrifican a la comunidad sin ser obligados a ello. Pero, cuanto más las sociedades llegaban a ser complicadas, cuanto más grandes se hacían, cuanto más aumentaban en miembros nuevos por la conquista, más se afirmaba la tendencia de las personalidades a perseguir su, interés personal, en detrimento del interés general; y más entonces  el  Poder  debía  recurrir  a  la  violencia  para  dominar  a  esas personalidades rebeldes. Los defensores de la concepción social tratan de ordinario de confundir la noción del Poder, es decir, la violencia con la noción de la influencia moral, pero está confusión es absolutamente imposible.


La influencia moral obra sobre los deseos mismos del hombre y los modifica en el sentido de lo que se le exige. El hombre que sufre la influencia moral obra según sus deseos. Mientras que el Poder, en el sentido corriente de esta palabra, es un medio de obligar al hombre a obrar contrariamente a sus deseos. El hombre sometido al Poder no obra como él quiere, sino como es obligado a hacerlo; y solamente por la violencia  física,  es  decir,  el  encarcelamiento, la  tortura,  la  mutilación, o  por  la amenaza de esos castigos, es como se puede obligar al hombre a hacer lo que no quiere. En eso es en lo que consiste y ha consistido siempre el Poder.


A pesar de los esfuerzos continuos de los gobernantes por ocultarlo y por dar al Poder una significación distinta, es para el hombre una cuerda, una cadena con que será agarrotado y arrastrado, el knut con que será magullado, el machete o el hacha que le cortarán los brazos, las piernas, la nariz, las orejas, la cabeza; y eso era así bajo Nerón y Gengis Kan, y eso es así todavía hoy bajo el gobierno más liberal, el de la República americana o el de la República francesa. El pago de los impuestos, el cumplimiento de los deberes sociales, la sumisión a los castigos, cosas todas que parecen voluntarias, tienen siempre en el fondo el temor de una violencia.





La base del Poder es la violencia física; y la posibilidad de hacer sufrir a los hombres una violencia física es debida sobre todo a individuos mal organizados: de tal modo que obran de acuerdo aunque sometiéndose a una sola voluntad. Estas uniones de individuos armados que obedecen a una voluntad única forman el ejército. El Poder se encuentra siempre en manos de los que mandan el ejército, y siempre todos los jefes de Poder, desde los césares romanos hasta les emperadores rusos y alemanes, se preocupan del ejército más que de cualquier otra cosa, y no favorecen sino a él, sabiendo que, si él está con ellos, el Poder les está asegurado.


Esta composición y esta fuerza del ejército, necesarias a la garantía del Poder, son  las  que  han  introducido  en  la  concepción  social  de  la  vida  el  germen desmoralizador.


El fin del Poder y su razón de ser están en la limitación de la libertad de los hombres que querrían poner sus intereses personales por encima de los intereses de la sociedad. Pero, sea el Poder adquirido mediante el ejército, por herencia o por elección, los hombres que lo poseen no se distinguen en nada de los demás hombres y, como ellos, son impelidos a no subordinar su interés al interés general; al contrarío. Cualesquiera que sean los medios empleados, no se ha podido, hasta el presente, realizar el ideal de no confiar el Poder sino a hombres infalibles, o solamente de arrebatar a los que lo detentan la posibilidad de subordinar a los suyos los intereses de la sociedad.


Todos los procedimientos conocidos: el derecho divino, la elección, la herencia, dan los mismos resultados negativos. Todo el mundo sabe que ninguno de esos procedimientos es capaz de asegurar la transmisión del Poder sólo a los infalibles, o aun de impedir el abuso del Poder. Todo el mundo sabe que al contrario, los que lo poseen -sean soberanos, ministros, gobernadores o agentes de policía- son siempre, porque tienen el Poder, más inclinados a la inmoralidad, es decir, a subordinar los intereses generales a sus intereses particulares, que los que no tienen el Poder. Eso, por lo demás, no puede ser de otro modo.


La concepción social no podía justificarse sino en tanto que los hombres sacrificaban voluntariamente su interés a los intereses generales; pero, tan pronto como hubo entre ellos quienes no sacrificaban voluntariamente su interés, se sintió la necesidad del Poder, es decir, de la violencia, para limitar su libertad, y entonces ha penetrado en la concepción social y en la organización que de ella resulta el germen desmoralizador del Poder, es decir, de la violencia de unos sobre otros.


Para que la dominación de unos sobre otros alcanzara su fin, para que pudiese limitar la libertad de los que hacen pasar sus intereses privados antes que los de la sociedad, el Poder hubiera debido encontrarse en manos de hombres infalibles, como se supone que está entre los chinos, o como se ha creído que estaba en la Edad Media y como creen que está todavía hoy los que tienen fe en la gracia de la unción. Sólo en esas condiciones podía comprenderse la organización social.


Pero como eso no existe, como, al contrario, los hombres que tienen el Poder están siempre muy lejos de ser santos, precisamente porque tienen el Poder, la organización social basada sobre la autoridad no puede ya ser justificada.


Aun si hubo un tiempo en que, a consecuencia de la baja del nivel moral y de la disposición de los hombres a la violencia, la existencia del Poder ha ofrecido alguna ventaja, por ser la violencia de la autoridad menor que la de los particulares, es evidente que esta ventaja no podía ser eterna. Cuanto más la tendencia de las personalidades a la violencia disminuía, cuanto más las costumbres se endulzaban, cuanto más el Poder se desmoralizaba a consecuencia de su libertad de acción, más esta ventaja desaparecía.


Este cambio de la relación entre el desenvolvimiento moral de las masas y la desmoralización de los gobiernos es toda la historia de los últimos dos mil años.





He aquí simplemente como las cosas han pasado:


Los hombres vivían en familias, en tribus, en ramo, provocándose, violentándose, despojándose, matándose. Esas violencias se cometían en grande y en pequeño: individuo contra individuo, familia contra familia, tribu contra tribu, raza contra raza, pueblo contra pueblo. El grupo más numeroso, el más fuerte, se apoderaba del más débil, y, cuanto más fuerte llegaba a ser, más las violencias interiores disminuían, y más la duración de la vida del grupo parecía asegurada.,


Los miembros de la familia o de la tribu reunidos en un solo grupo son menos hostiles unos para otros, y la familia o la tribu no mueren como el individuo aislado. Entre los miembros de un Estado sometido a una sola autoridad, la lucha entre personalidades parece más débil aún y la duración del Estado más segura.


Estas reuniones en grupos cada vez más grandes se han producido no porque los hombres han tenido conciencia de encontrar en ellas una ventaja, como se cuenta en la leyenda del llamamiento de los Varegas en Rusia, sino a causa del aumento de las poblaciones y a consecuencia de las luchas y de las conquistas.


Después de la conquista, en efecto, el poder del conquistador hace desaparecer las disensiones intestinas, y la concepción social de la vida recibe su justificación. Pero esta justificación sólo es provisional. Las disensiones intestinas no desaparecen sino en razón de una presión más fuerte del Poder sobre las personalidades que estaban en hostilidad. La violencia de la lucha interior, ahogada por el Poder, renace en el Poder mismo. Este se encuentra en manos de hombres que, como todos los demás, están inclinados a sacrificar el bien general a su bien particular, con la diferencia de que los violentados no pueden resistirle, y de que sufren la influencia desmoralizadora del Poder. Por eso es por lo que el mal de la violencia, pasando al Poder, no cesa, de aumentar y llega a ser mayor que el de que el Poder ha sido el remedio. Y eso, mientras que en los miembros de la sociedad las tendencias a la violencia se debilitan cada vez más, y que la violencia del Poder llega a ser por consiguiente cada vez menos necesaria.


El poder gubernamental, aun si hace desaparecer las violencias interiores, introduce siempre en la vida de los hombres violencias nuevas, cada vez más grandes siempre, en razón de su duración y de su fuerza. De suerte que, si la violencia del Poder es menos evidente que la de los particulares, porque se manifiesta no por la lucha, sino por la opresión, no existe menos y las más de las veces en un grado más elevado.


Y eso no puede ser de otro modo, porque, además de que el Poder corrompe a los hombres, los cálculos o aun la tendencia inconsciente de los que lo poseen tendrán siempre por objetivo el mayor debilitamiento posible de los violentados, puesto que cuanto más débiles son, menos esfuerzos hacen falta para dominarlos.


Por eso es por lo que la violencia aumenta siempre hasta el límite extremo que puede alcanzar sin matar la gallina que pone los huevos de oro. Y, si esta gallina no pone ya, corno los indios de América, los fueguinos o los negros, se mata a pesar de las sinceras protestas de los filántropos.


La mejor confirmación de esto es la situación de los obreros de nuestra época, que lo cierto es que no son más que siervos.





A pesar de los supuestos esfuerzos de las clases superiores por mejorar la suerte de los trabajadores, éstos son sometidos a una ley de hierro, inmutable que no les concede sino lo estricto necesario, a fin de que estén siempre obligados al trabajo conservando justo la suficiente fuerza para trabajar en provecho de sus amos, cuya dominación recuerda la de los conquistadores de antaño.


Eso ha sido siempre así. Siempre, a medida del aumento y de la duración del Poder,  las  ventajas  para  los  que  estaban  sometidos  a  él  disminuían,  y  los inconvenientes aumentaban.


Eso ha sido y eso es, independientemente de las formas gubernamentales en las cuales viven los pueblos; con la sola diferencia de que en la forma autocrática el Poder está concentrado en las manos de un pequeño número de violentos, y la forma de las violencias es más visible, mientras que en las monarquías constitucionales y la república, como en Francia y en América, el Poder está repartido entre un mayor número de violentos, y la forma en la cual se traduce la violencia es menos sensible; pero su resultado – las desventajas del gobierno más grandes que sus ventajas – y su proceso – debilitamiento de los oprimidos – son siempre los mismos.


Tal ha sido y tal es la situación de los oprimidos, pero la ignoraban hasta el presente y, en cuanto a la mayor parte, creían ingenuamente que el gobierno existía para su bien, que sin gobierno estarían perdidos; que no se puede, sin sacrilegio, expresar el pensamiento de vivir sin gobierno; que eso seria una doctrina terrible -¿por qué?- de anarquía y que se presenta acompañada de un séquito de calamidades.


Se  creía,  como  en  algo  absolutamente  probado,  que  puesto  que  hasta  el presente todos los pueblos se han desenvuelto bajo la forma de Estados, esta forma es para siempre la condición esencial del desenvolvimiento de la humanidad.


Así es como eso ha continuado centenares y millares de años, y los gobernantes se han esforzado siempre y se esfuerzan aún por mantener a los pueblos en este error.


Eso pasaba así bajo los emperadores romanos, y eso pasa aún así en nuestros días, aunque la idea de la inutilidad y aun de los inconvenientes del Poder penetra cada vez más en la conciencia de las masas, y eso pasaría así eternamente si los gobiernos  no  se  encontraran  en  la  obligación  de  aumentar  continuamente  sus ejércitos para mantener su autoridad.


Se cree generalmente que los gobiernos aumentan los ejércitos únicamente para la defensa exterior del país, cuando los ejércitos les son sobre todo necesarios para su propia defensa contra los súbditos oprimidos y reducidos a esclavitud.


Eso ha sido siempre necesario y eso llega a serlo cada vez más a medida que se extiende la instrucción, a medida que las relaciones entre los pueblos y entre los habitantes de un mismo país llegan a ser más fáciles, y sobre todo a causa del movimiento comunista, socialista, anarquista y obrero en general. Los gobiernos lo sienten y aumentan la fuerza de sus ejércitos.




No hace mucho, en el Reichstag alemán, respondiendo a la interpelación que preguntaba por qué se tenía necesidad de fondos para aumentar el sueldo de los suboficiales, el canciller declaró francamente que hacían falta suboficiales seguros para luchar contra el socialismo. El canciller no hizo sino decir en voz alta lo que cada cual sabe en el mundo político, pero lo que se oculta cuidadosamente al pueblo. Por el mismo motivo se formaban guardias suizos para los reyes de Francia y para los papas, y todavía hoy, en Rusia, es mezclan con tanto cuidado los reclutas, de modo que los regimientos que tienen guarnición en el centro se componen de soldados pertenecientes a las provincias fronterizas, y recíprocamente.


El sentido del discurso del canciller alemán, traducido en lengua vulgar, es que el dinero es necesario no contra el enemigo exterior, sino para comprar suboficiales dispuestos a marchar contra los trabajadores oprimidos.


El canciller ha dicho involuntariamente lo que todo el mundo sabe muy bien o lo que sienten los que no lo saben, a saber: que el orden de cosas actual es tal no porque debe ser así naturalmente, no porque el pueblo quiere que sea así, sino porque el gobierno lo mantiene así por la violencia, apoyado en el ejército con sus suboficiales y sus generales comprados.


Si el trabajador no tiene tierra, si está privado del derecho más natural, el de extraer del suelo su subsistencia y la de su familia, no es en modo alguno porque el pueblo lo quiere así, sino porque cierta clase, los hacendados, tiene el derecho de admitir en él, o de no admitir, al trabajador. Y este orden de cosas contra naturaleza es mantenido por el ejército. Si las inmensas riquezas amontonadas por el trabajo son consideradas como pertenecientes no a todos, sino a algunos; si la deducción de los impuestos y su empleo son abandonados a la voluntad de algunas personalidades; si las huelgas de los obreros son reprimidas, y las de los capitalistas protegidas; si algunos hombres pueden elegir los procedimientos de educación (religiosa o laica) de los niños; si algunos hombres tienen el privilegio hacer leyes a las cuales todos los demás deben someterse, y de disponer así de los bienes y de la vida de cada uno, todo eso tiene lugar no porque el pueblo lo quiere y porque eso debe ser naturalmente, sino porque los gobiernos y las clases dirigentes lo quieren así para su provecho y lo imponen por medio de una violencia material.


Cada cual lo sabe o, si no lo sabe, lo aprenderá a la primera tentativa de rebeldía o de transformación de este orden de cosas.





Pero no hay un solo gobierno. Existen otros a su lado, que dominan igualmente por la violencia y que están siempre dispuestos a arrebatar al vecino el producto de sus súbditos ya reducidos a la esclavitud. Por eso es por lo que cada uno de ellos tiene necesidad de un ejército no solamente para mantenerse en el interior, sino también para  defender  su  botín  contra  los  vecinos  rapaces.  Los  Estados  están,  pues, reducidos a rivalizar en el aumento de sus ejércitos, y este aumento el contagioso, como lo ha hecho, notar Montesquieu va para dos siglos.


Todo aumento de efectivos dirigido por un Estado contra sus súbditos llega a ser inquietante para el Estado vecino, y le obliga a reforzar él también su ejército.


Si los ejércitos se enumeran hoy por millones de hombres, no es solamente porque cada Estado ha sido amenazado por sus vecinos, sino sobre todo porque le ha sido preciso reprimir las tentativas de rebeliones interiores. Lo uno es el resultado de lo otro: el despotismo de los gobiernos aumenta con su fuerza y sus éxitos exteriores, y sus disposiciones agresivas aumentan con su despotismo interior.


Esta rivalidad en los armamentos ha llevado a los gobiernos europeos a la necesidad de establecer el servicio universal, único que procura el mayor número de soldados con el menor gasto posible. Alemania fue la primera en tener esa idea, y las otras naciones la han seguido. Y entonces todos los ciudadanos han sido llamados bajo las armas para mantener las injusticias que se cometen entre ellos, de suerte que los ciudadanos so han convertido en sus propios tiranos.


El servicio universal es una necesidad lógica a la cual se debía llegar, pero es también la última expresión de la contradicción interior de la concepción social, contradicción que se ha revelado cuando ha hecho falta para su sostén recurrir a la violencia.


En el servicio universal esta contradicción ha llegado a ser evidente. En efecto, el sentido de la concepción social consiste en que el hombre, teniendo conciencia de la barbarie de la lucha entre personalidades y de la falta de seguridad, ha transportado el sentido de la vida a la asociación de las personalidades. Con el servicio universal, acontece que los hombres, habiendo hecho todos los sacrificios posibles para evitar las crueldades de la lucha y la instabilidad de la vida, son llamados a pesar de todo a correr todos los peligros que han creído evitar, y que, además, la asociación -el Estado- a la cual han sacrificado sus intereses personales, corre los mismos peligros de muerte que amenazaban antes al individuo aislado.


Los gobiernos debían evitar a los hombres la lucha entre individuos y darles la certidumbre de la inviolabilidad del régimen adoptado; en lugar de eso exponen al individuo a los mismos peligros, con la diferencia de que en vez de una lucha entre personalidades del mismo grupo, hay una lucha entre grupos.





El establecimiento del servicio universal hace pensar en un hombre que, para que su casa no se hunda, la llenara de tal modo de soportes, de puntales, de vigas y de tablas, que no llegara a conservarla sino haciéndola absolutamente inhabitable.


Del mismo modo el servicio universal hace nulas todas las ventajas de la vida social que es llamado a defender.


Las ventajas de la vida social consisten en la seguridad de la propiedad y del trabajo y en la posibilidad de una mejora general de las condiciones de la vida. Ahora bien; el servicio universal destruye todo eso.


Los impuestos percibidos para los gastos militares absorben la mayor parte del producto del trabajo que el ejército debe defender.


La incorporación al servicio de todos los hombres válidos compromete la posibilidad del trabajo mismo. Las amenazas de guerra, siempre pronta a estallar, hacen inútiles y vanas todas las mejoras de las condiciones de la vida social.


Si antiguamente se había dicho al hombre que sin el Estado  estaría  expuesto  a los ataques de los malhechores, de los enemigos interiores y exteriores, que tendría que defenderse solo contra todos, que su vida estaría amenazada, que, por consiguiente, era ventajoso para él someterse a algunas privaciones para evitar esas desgracias, el hombre podía creer en ello, puesto que el  sacrificio    que    hacía    al Estado le daba la esperanza de una vida tranquila en un orden de cosas que no podía desaparecer. Pero hoy que sus sacrificios han duplicado y que las ventajas que podía esperar de ellos han desaparecido, es natural que cada cual se pregunte si su sumisión al Estado no es absolutamente inútil.


Pero no es en este hecho donde reside la significación fatal del servicio militar como manifestación de la contradicción que encierra la concepción social. La manifestación principal de esta contradicción consiste en que, con el servicio obligatorio, todo ciudadano llega a ser el sostén del orden de cosas actual y participa en todos los actos del Estado sin reconocer su legitimidad.


Los gobiernos afirman que los ejércitos son necesarios en todas partes para la defensa exterior. Es falso. Son necesarios sobre todo contra los ciudadanos mismos, y  cada  soldado  participa  a  pesar  suyo  en  las  violencias  del  Estado  sobre  los ciudadanos.





Para convencerse de esta verdad basta acordarse de lo que se comete en cada Estado, en nombre del orden y de la tranquilidad del pueblo, y de lo cual el ejército es siempre el instrumento. Todas las querellas intestinas de dinastías o de partidos, todas las ejecuciones que acompañan esos disturbios, todas las represiones de revueltas, todas las intervenciones de la fuerza armada para dispersar todas las reuniones o impedir las huelgas, todas las extorsiones de impuesto, todas las trabas a la libertad del trabajo, todo eso es hecho o directamente con la ayuda del ejército, o por la policía apoyada por el ejército. Todo hombre que cumple el servició militar participa en todas esas presiones que a veces le parecen dudosas, pero las más de las veces absolutamente contrarias a su conciencia.


¿Cómo, unos hombres se niegan a abandonar la tierra que cultivan de padre a hijo desde varias generaciones, otros no quieren circular como lo exige la autoridad, otros no quieren pagar los impuestos, otros no quieren reconocer como obligatorias leyes  que  ellos  no  han  hecho,  otros  no  quieren  perder  su  nacionalidad,  y  yo, cumpliendo el servicio militar, estoy obligado a ir a atacar a esos hombres? Yo no puedo, tomando parte en esas represiones, dejar de preguntarme si son justas o injustas, y si debo concurrir a su ejecución.


El servicio universal es el último grado de la violencia necesaria para el sostén de la organización social, el límite extremo que pueda alcanzar la sumisión de los súbditos, la clave cuyo desplome determinará el del edificio entero.


Con los abusos crecientes de los gobiernos y su antagonismo, se ha llegado a reclamar de los súbditos no solamente sacrificios materiales, sino también sacrificios morales tales que cada cual se pregunta: ¿Puedo obedecer? ¿En nombre de qué debo yo hacer sacrificios? Esos sacrificios se piden en nombre del Estado. En nombre del Estado  se  me  pide  sacrificar  todo  lo  que  puede  ser  querido  de  un  hombre: la felicidad, la familia, la seguridad, la dignidad humana. Pero, ¿qué es ese Estado que reclama sacrificios tan espantosos? ¿En qué nos es necesario?


El Estado, se nos dice, es necesario, en primer lugar, porque, sin el Estado, vosotros y yo, todos nosotros estaríamos sin defensa contra la violencia de los malos; en  segundo  lugar,  porque  sin  el  Estado  habríamos  permanecido  salvajes  y  no habríamos tenido ni religión, ni instrucción, ni educación, ni industria, ni comercio, ni medios de comunicación, ni otras instituciones sociales; y finalmente, porque sin el Estado habríamos corrido el peligro de ser conquistados por los pueblos vecinos.


“Sin el Estado -se, nos dice- habríamos corrido el peligro de sufrir las violencias de los malos en nuestra propia patria”.


Pero, ¿quiénes son esos malos, de la maldad y de la violencia de los cuales nos preservan nuestro Estado y nuestro ejército? Hace tres o cuatro siglos, cuando estábamos orgullosos de nuestros talentos militares y de nuestras armas, cuando matar era una acción gloriosa, había hombres de esa especie, pero hoy no hay ya, y los hombres de nuestro tiempo no llevan armas, y cada uno predica leyes de humanidad, de piedad para el prójimo y desea lo que nosotros deseamos: la posibilidad de una vida tranquila y estable. Eso quiere decir que no hay ya esos violentos contra los cuales el Estado debe protegemos. Y si el Estado debe defendernos contra los hombres que son considerados como criminales, sabemos que éstos no son hombres de una naturaleza distinta, como las fieras entre las ovejas, sino hombres como todos nosotros, que no aman más que nosotros cometer crímenes. Sabemos hoy que las amenazas y los castigos no pueden hacer disminuir el número de esos hombres, y que no será disminuido sino por el cambio del medio y la influencia moral. De suerte que la protección del Estado contra los violentos, si era necesaria hace tres o cuatro siglos, no lo es ya hoy. Ahora es más bien lo contrario lo que es cierto: la acción del gobierno con  sus  medios  crueles  de  coerción,  retrasados  sobre  el  estado  de  nuestra civilización, tales como las prisiones, los presidios, la horca, la guillotina, concurre a la barbarie  de las costumbres mucho  más que  a  su  pulimento y,  por consiguiente, aumenta más bien que disminuye el número de los violentos.





“Sin el Estado -se nos dice- no habríamos tenido ni religión, ni educación, ni industria, ni comercio, ni vías de comunicación, ni otras instituciones sociales”.


Sin el Estado, no habríamos podido organizar las instituciones que nos son necesarias  a  todos.  Pero  este  argumento  habría  podido  tener  algún  valor  hace también algunos siglos. Si ha habido un tiempo en que los hombres eran tan poco comunicativos, y en que los medios de aproximarse y cambiar ideas faltaban de tal modo  que  no  era  posible  ponerse  de  acuerdo  para  ningún  esfuerzo  comercial, industrial o económico sin un centro de Estado, esos obstáculos han desaparecido. Las vías de comunicación tan ampliamente desarrolladas y el cambio de las ideas han hecho  que,  para  la  formación  de  las  sociedades,  de  las  corporaciones,  de  los congresos, de las instituciones económicas y políticas, los hombres de nuestro tiempo no solamente pueden pasarse sin los gobiernos, sino que las más de las veces son incomodados por el Estado, que les impide más bien que les ayuda en la realización de sus proyectos.


Desde el fin del siglo XVIII, casi cada paso hacia adelante de la humanidad, en lugar de ser estimulado, ha sido entorpecido por los gobiernos. Es lo que ha sucedido en cuanto a la supresión de los castigos corporales, de la tortura, de la esclavitud, así como en cuanto al establecimiento de la libertad de Prensa y de la libertad de reunión. No solamente el gobierno no ayuda, sino que se opone a todo movimiento que podría conducir a nuevas formas de vida. La solución de las cuestiones obreras, agrarias, políticas, religiosas, lejos de ser favorecida, es impedida por la autoridad gubernamental.


“Sin el Estado y el gobierno -se nos dice- el pueblo habría sido conquistado por los pueblos vecinos”.


Inútil responder a este argumento: lleva su refutación en sí mismo. El gobierno y su ejército nos son, se dice, necesarios para defendemos contra los pueblos vecinos que podrían someternos; pero todo eso se dice por todos los gobiernos, en todas las naciones, y sin embargo sabemos muy bien que todos los pueblos de Europa exaltan los principios de la libertad y de la fraternidad. No han de defenderse, pues, los unos contra los otros. Mas, si se habla de los bárbaros, la milésima parte de las tropas en este momento bajo las armas, bastaría para tenerlos a raya. Vemos, pues, justamente lo contrario de lo que se nos dice. No solamente la exageración de las fuerzas militares no nos preserva de los ataques de nuestros, vecinos, sino que ella sola, al contrario, podría ser él motivo de esos ataques.


Eso hace que para todo hombre que, por el servicio obligatorio, es llevado a reflexionar sobre el gobierno en nombre del cual se le pide el sacrificio de su reposo, de su seguridad y de su vida, es claro que este sacrificio no está ya justificado por nada hoy.


No sólo es evidente que los sacrificios pedidos por el gobierno, no tienen en teoría ninguna razón de ser, sino que aun prácticamente, es decir, ante las penosas condiciones en las cuales el hombre se encuentra por culpa del Estado, cada uno ve forzosamente que para él mismo someterse al servicio militar es a menudo mucho más desventajoso que sería la rebeldía. 


Este texto ha sido publicado en el número 58 de la revista Desde el ConfinamientoEl poder, que puede descargarse gratuitamente aquí.



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