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El Estado, por León Tolstói

Published on: miércoles, 31 de agosto de 2022 // ,


Fuente: El fin de la era. Un ensayo sobre la revolución que se avecina, 1905


A las personas que viven en Estados fundados en la violencia, les parece que la abolición del poder del Gobierno implicará necesariamente el mayor de los desastres.


Pero la afirmación de que el grado de seguridad y bienestar que los hombres disfrutan está garantizado por el poder del Estado es totalmente arbitraria. Conocemos los desastres y el bienestar que existen entre las personas que viven bajo la organización del Estado, pero no sabemos la posición en la que se encontraría la gente si se librara del Estado. Si se tiene en cuenta la vida de las pequeñas comunidades que han vivido y viven fuera de los grandes Estados, tales comunidades, aunque se benefician de todas las ventajas de la organización social, y están libres de la coerción del Estado, no experimentan ni la centésima parte de los desastres que sufren las personas que obedecen a la autoridad del Estado.


Las personas de las clases dominantes para las que la organización del Estado es ventajosa son las que más hablan de la imposibilidad de vivir sin la organización del Estado. Pero preguntad a los que sólo soportan el peso del poder del Estado, preguntad a los trabajadores agrícolas, a los cien millones de campesinos de Rusia, y veréis que sólo sienten su carga, y que, lejos de considerarse más seguros gracias al poder del Estado, podrían prescindir totalmente de él. En muchos de mis escritos me he esforzado por demostrar que lo que intimida a los hombres -el temor de que sin el poder gubernamental triunfarían los peores hombres mientras que los mejores serían oprimidos- es precisamente lo que ha sucedido hace mucho tiempo, y sigue sucediendo, en todos los Estados, ya que en todas partes el poder está en manos de los peores hombres; como, en efecto, no puede ser de otro modo, porque sólo los peores hombres podrían hacer todos esos actos astutos, ruines y crueles que son necesarios para participar en el poder. Muchas veces me he esforzado en explicar que todas las principales calamidades que sufren los hombres, como la acumulación de enormes riquezas en manos de algunas personas y la profunda pobreza de la mayoría, el apoderamiento de la tierra por parte de quienes no la trabajan, los incesantes armamentos y guerras, y la privación de los hombres, provienen únicamente del reconocimiento de la licitud de la coacción gubernamental. Me he esforzado por demostrar que antes de responder a la pregunta de si la situación de los hombres sería peor o mejor sin los gobiernos, hay que resolver el problema de quiénes constituyen el gobierno. ¿Los que lo constituyen son mejores o peores que el nivel medio de los hombres? Si son mejores que el nivel medio, entonces el Gobierno será benéfico; pero si son peores será pernicioso. Y que estos hombres -Iván IV, Enrique VIII, Marat, Napoleón, Arakcheyef, Metternich, Tallyrand y Nicolás- son peores que el conjunto de la población, lo demuestra la historia.


En toda sociedad humana hay siempre hombres ambiciosos, sin escrúpulos, crueles, que, como ya me he esforzado en demostrar, están siempre dispuestos a perpetrar cualquier tipo de violencia, robo o asesinato para su propio beneficio; y que en una sociedad sin gobierno estos hombres serían ladrones, frenados en sus acciones en parte por la lucha con los perjudicados por ellos (justicia autoinstituida, linchamiento), pero en parte y principalmente por el arma más poderosa de influencia sobre los hombres: la opinión pública. Mientras que en una sociedad gobernada por la autoridad coercitiva, estos mismos hombres son los que se apoderarán de la autoridad y harán uso de ella, no sólo sin el freno de la opinión pública, sino, por el contrario, apoyados, alabados y ensalzados por una opinión pública sobornada y mantenida artificialmente.


Se dice:


«¿Cómo pueden vivir los pueblos sin gobiernos y sin coacciones?».


Por el contrario, habría que decir:


‘¿Cómo pueden los hombres, si son seres racionales, vivir reconociendo la violencia y no el acuerdo racional como nexo interno de su vida?’.


O lo uno o lo otro: los hombres son seres racionales o irracionales. Si no son seres racionales, entonces todos los asuntos entre ellos pueden y deben decidirse por la violencia, y no hay ninguna razón para que unos tengan y otros no tengan este derecho a la violencia. Pero si los hombres son seres racionales, entonces sus relaciones deben fundarse, no en la violencia, sino en la razón.


Se podría pensar que esta consideración sería concluyente para que los hombres se reconocieran como seres racionales. Pero los que defienden el poder del Estado no piensan en el hombre, en sus cualidades, en su naturaleza racional; hablan de una determinada combinación de hombres a la que aplican una especie de significación sobrenatural o mística.


¿Qué pasará con Rusia, Francia, Gran Bretaña, Alemania, dicen, si la gente deja de obedecer a los gobiernos? ¿Qué pasará con Rusia? – ¿Rusia? ¿Qué es Rusia? ¿Dónde está su principio o su fin? ¿Polonia? ¿Las provincias bálticas? ¿El Cáucaso con todas sus nacionalidades? ¿Los tártaros de Kazán? ¿La provincia de Ferghana? Todo esto no sólo no es Rusia, sino que son nacionalidades extranjeras deseosas de liberarse de la combinación que se llama Rusia. La circunstancia de que estas nacionalidades sean consideradas como partes de Rusia es accidental y temporal, condicionada en el pasado por toda una serie de acontecimientos históricos, principalmente actos de violencia, injusticia y crueldad, mientras que en el presente esta combinación se mantiene sólo por el poder que se extiende sobre estas nacionalidades. En nuestra memoria, Niza era Italia y de repente se convirtió en Francia; Alsacia era Francia y se convirtió en Prusia. La provincia del Trans-Amur era China y se convirtió en Rusia, Sajalín era Rusia y se convirtió en Japón. En la actualidad, el poder de Austria se extiende sobre Hungría, Bohemia y Galicia, y el del Gobierno británico sobre Irlanda, Canadá, Australia, Egipto e India, el del Gobierno ruso sobre Polonia y Guria. Pero mañana este poder puede cesar. La única fuerza que une a todas estas Rusias, Austrias, Británicas y Francesas es el poder coercitivo, que es la creación de los hombres que, en contra de su naturaleza racional y de la ley de la libertad revelada por Jesús, obedecen a quienes les exigen malas obras de violencia. Basta que los hombres tomen conciencia de su libertad, natural de los seres racionales, y dejen de cometer actos contrarios a su conciencia y a la Ley, y entonces esas combinaciones artificiales de Rusia, Gran Bretaña, Alemania, Francia, que parecen tan espléndidas, dejarán de existir, y desaparecerá esa causa, en nombre de la cual los hombres sacrifican no sólo su vida, sino la libertad propia de los seres racionales.


Se suele decir que la formación de grandes Estados a partir de otros pequeños que luchan continuamente entre sí, al sustituir las pequeñas fronteras por una gran frontera exterior, disminuye las luchas y el derramamiento de sangre y los males que conllevan. Pero esta afirmación también es bastante arbitraria, ya que nadie ha sopesado las cantidades de mal en una y otra posición. Es difícil creer que todas las guerras del período confederal en Rusia, o de Borgoña, Flandes y Normandía en Francia, hayan costado tantas víctimas como las guerras de Alejandro o de Napoleón o como la guerra de Japón que acaba de terminar. La única justificación de la expansión del Estado es la formación de una monarquía universal, cuya existencia eliminaría toda posibilidad de guerra. Pero todos los intentos de formar tal monarquía por parte de Alejandro de Macedonia, del Imperio Romano o de Napoleón, nunca alcanzaron este objetivo de pacificación. Por el contrario, fueron la causa de las mayores calamidades para las naciones. De modo que la pacificación de los hombres no puede alcanzarse sino por el medio opuesto: la abolición de los Estados con su poder coercitivo.


Han existido supersticiones crueles y perniciosas, sacrificios humanos, quemas por brujería, guerras «religiosas», torturas… pero los hombres se han liberado de ellas; mientras que la superstición del Estado como algo sagrado continúa su dominio sobre los hombres, y a esta superstición se le ofrecen sacrificios quizá más crueles y ruinosos que a todas las demás.


La esencia de esta superstición es la siguiente: que los hombres de diferentes localidades, hábitos e intereses están persuadidos de que todos ellos componen un todo porque a todos ellos se les aplica una misma violencia, y estos hombres lo creen, y están orgullosos de pertenecer a esta combinación. Esta superstición ha existido durante tanto tiempo y se mantiene con tanto empeño que no sólo los que se benefician de ella -reyes, ministros, generales, militares y funcionarios- están seguros de que la existencia, la confirmación y la expansión de estas combinaciones artificiales es buena, sino que incluso los grupos dentro de las combinaciones se acostumbran tanto a esta superstición que se enorgullecen de pertenecer a Rusia, Francia, Gran Bretaña o Alemania, aunque esto no les sea en absoluto necesario, y no les traiga más que males. Por lo tanto, si estas combinaciones artificiales en grandes Estados fueran abolidas por los pueblos, sometiéndose mansa y pacíficamente a toda clase de violencia, y dejando de obedecer al Gobierno, tal abolición sólo conduciría a que hubiera entre esos hombres menos coerción, menos sufrimiento, menos maldad, y a que les fuera más fácil vivir según la ley superior del servicio mutuo, que fue revelada a los hombres hace dos mil quinientos años, y que gradualmente entra más y más en la conciencia de la humanidad.


En general, para el pueblo ruso, tanto la población de la ciudad como la del campo, es importante sobre todo, en una época tan crítica como la actual, no vivir según la experiencia de los demás, no según los pensamientos, las ideas, las palabras de los demás, no según las diversas socialdemocracias, las constituciones, las expropiaciones, las mesas, los delegados, las candidaturas y los mandatos, sino pensar con su propia mente, vivir su propia vida, construyendo a partir de su propio pasado, de sus propios fundamentos espirituales nuevas formas de vida propias de este pasado y de estos fundamentos.

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