Contra el estado (de alarma), por CSA La Ortiga
En las dos últimas semanas estamos asistiendo a un incremento de las tensiones sociales, que se debaten entre el individualismo más voraz y la cultura del “sálvese quién pueda” por una parte, y la solidaridad y el apoyo mutuo entre iguales por la otra, pasando por la normalización de un autoritarismo de Estado que ya se venía adivinando en el horizonte pre-pandemia.
En un lado de la cuerda tenemos a aquella gente que se puede permitir tener una segunda vivienda y aislarse allí, propagando el virus y el miedo por aquellos territorios receptores de turistas; a quienes tienen la capacidad económica de acumular comida y papel higiénico, desabasteciendo supermercados y tiendas e impidiendo que quienes viven al día puedan adquirir lo necesario para subsistir. Esta es la misma gente que luego espía por las ventanas a sus vecines más precaries, les que tienen que salir a la calle a trabajar porque en su puesto no es posible el teletrabajo, pero su empresa no para; les que llegan después de su turno de 12 horas en el hospital, después de recibir los aplausos de las 20h de rigor, y tienen que bajar al perro a la calle a que al menos mee; o les que tienen neurodivergencias reconocidas y necesitan salir a la calle. La misma gente que tiene el “privilegio” de no salir, es la que está criminalizando y denunciando a quienes no les queda más remedio que hacerlo mientras aplauden las medidas represoras del Estado y se convierten, elles mismes, en policías de balcón.
Privilegio este derivado, no de una suerte de responsabilidad social e individual, sino de la aceptación irreflexiva de unas medidas autoritarias impuestas desde arriba y “por nuestro propio bien”. Y mientras a la población se la mantiene mansamente recluida en “casa”, se ha permitido durante dos semanas que las empresas sigan teniendo abiertas sus fábricas y oficinas, sin cumplir con unas medidas de seguridad mínimas para sus trabajadores, poniéndoles en riesgo y favoreciendo el contagio entre sus familiares dependientes.
Hemos dejado que sea el Estado patriarcal y paternalista, con su lógica infantilizadora, el que tome las decisiones por la población. Hemos dejado que se nos cercene la capacidad de reflexión, la creatividad a la hora de buscar soluciones, la responsabilidad social de hacer lo que creemos que es mejor para nosotres y para el resto, y hemos caído en el discurso de que “hay que prohibir porque la gente es muy inconsciente”. Pero quien que es inconsciente, individualista y sólo piensa en sí misme, lo es porque ha sido educade en una sociedad que alienta precisamente esa forma de pensar. Ahora exigimos responsabilidad social, mañana seguiremos educando en la competitividad y en el individualismo neoliberal que alimenta este tipo de conductas antisociales.
Frente a esto, muchas comunidades se están organizando, florecen redes de apoyo mutuo y cajas de resistencia por doquier y se demuestra que otra forma de hacer las cosas es posible. Iniciativas que serían difíciles de imaginar sin un trabajo previo por parte de los movimientos sociales, muchas de ellas surgidas directamente de estos. Nacen desde abajo, desde las individualidades y colectividades de la calle, promulgan la horizontalidad frente al asistencialismo, hablan de la importancia de poner los cuidados en el centro y de la responsabilidad social e individual, no impuesta sino autoreflexionada. Hablan y denuncian también la situación que se vive en los márgenes, de las personas en situación de calle, la sin papeles, de los manteros, de las trabajadoras sexuales, de las cuidadores, de las kellys, de los repartidores de Glovo, de las personas presas en CIEs y cárceles masificadas y sin atención médica adecuada, de todos aquellos eslabones olvidados por Papá Estado, a quienes ha olvidado conscientemente, poniéndolos como carnaza, legitimándolos sólo cuando les conviene. Denuncian, como están denunciando militantes y colectivos migrantes y antirracistas, que ahora el Estado está dando papeles a las migrantes con formación sanitaria para que se pongan en primera línea frente al virus. Podrían haber regularizado su situación antes, cuando no hacía falta carne de cañón. Pero si no son útiles, no los queremos. Cuerpos de usar y tirar.
Mientras, la policía y el ejército han inundado las calles despobladas, más legitimados y empoderados que nunca, haciendo gala de su particular y violenta forma de “proteger y servir”, y dispuestos a hacer lo que en realidad siempre han hecho: vigilar y castigar a quienes desobedecen, ya sea por gusto, ignorancia o por necesidad. Prohibir es lo que tiene, desencadena actos de desobediencia. Imponer unas normas desde arriba y de forma unilateral, no teniendo en cuenta diferentes contextos como el urbano/rural, las neurodivergencias o problemas de salud mental no medicalizados (que los hay y son muchos), las necesidades de la población infantil; impidiendo el ejercicio crítico, la creatividad colectiva y la conciencia de una responsabilidad individual y social, todo esto tiene como consecuencia la no aceptación de dichas normas, la desobediencia, más o menos reflexionada, de aquellas personas que no están de acuerdo. Y su consiguiente castigo.
Aquí entra en juego nuevamente el individualismo y la lógica neoliberal, pero aquí también deberían entrar en juego nuevas formas de hacer las cosas desde los cuidados y la consciencia colectiva. Organizarse con las vecinas para ir a hacer la compra, para ver qué tal están las vecinas que viven solas o están aisladas, si quieren hablar, si necesitan algo. Utilizar los balcones, las ventanas, no para vigilar y criminalizar, sino para crear comunidades de solidaridad.
Hoy más que nunca nos seguiremos organizando para que a nadie le falte lo básico. Nos seguiremos cuidando entre nosotres, mediante protocolos de higiene y seguridad, calor y apoyo emocional en la distancia. No necesitamos del Estado como garante de nuestra seguridad. No necesitamos un príncipe-Estado que nos salve. Nos salvamos entre nosotres, en comunidad.