Impotencia
Ya han hecho públicos los datos: un 40% de parados, nada menos que 9 millones de personas. Si añadimos los empleados públicos (3,25 millones), el resultado es que el 60% de la clase trabajadora depende ahora mismo del estado. Si a eso le añadimos que hay 8,9 millones de pensionistas que también dependen del estado, es fácil darse cuenta de que la situación es económicamente insostenible.
Esta es la situación vista “desde arriba”, desde la perspectiva de aquellos que, ahora mismo, están planificando los enormes recortes que van a efectuar sin tardanza, y que, debido a su profundidad, sin duda se prolongarán en el tiempo, quizás a lo largo de una década, como hicieron en Grecia.
Luego está la otra perspectiva, la que nos pilla a todos cerca, la cotidiana, la del día a día. La del sudor frío al pensar en que no llega el dinero del ERTE, que se acaba el colchón para pasar malas rachas, o que, simplemente, no hay perspectiva alguna: el hundimiento de la economía ha tenido como consecuencia un retraimiento del consumo, algo lógico teniendo en cuenta que tener gastos pero no tener ingresos es una situación insostenible para una clase trabajadora que ha sufrido una constante precarización, viviendo al día. Han sido décadas de pérdidas de derechos, de caídas de los salarios y aumentos del coste de la vida, de endeudamiento para intentar comprar un piso o de tener que ver cómo los alquileres no paran de subir. Y también han sido décadas de pérdida de afiliación sindical, de convencer a las nuevas generaciones que la pobreza es algo cool y, especialmente desde la última crisis financiera, han sido años de una balcanización acelerada de las luchas sociales, bajo espejismos etnicistas y supremacistas, años en que la mayoría silenciosa y borrega montaba barricadas en defensa de “oligarquías oprimidas” que se dedicaban a destrozar el sistema de sanidad pública. De aquellos polvos, estos lodos.
La situación actual, con el emparedamiento de la población en su conjunto, es un reflejo paradójico de lo que se ha sembrado desde principio de siglo: una clase trabajadora indefensa, carente del menor control sobre su vida, incapaz siquiera de asegurar poder comer en muchos casos. Nos han llevado de cabeza al siglo XIX, mientras teníamos las narices metidas en todo tipo de trastos que solo sirven para aislarnos aún más, mientras el poder puede con ellos concentrar al máximo sus fuerzas y su eficiencia.
Toda esta situación se resume en una palabra: impotencia. Y la única forma de acabar con ella es organizándose.