La libertad en tiempos de pandemia: algunas reflexiones, por Jordi Nieva Fenoll
Nadie concibe que si está enfermo de una enfermedad infecciosa, le puedan quitar la vida para evitar contagios. Muerto el perro, muerta la rabia. No se le ve lógica alguna a un pensamiento semejante, porque la vida como valor a proteger no solamente es muy antiguo en nuestra cultura, sino que enlaza directamente con el instinto de supervivencia que posee cualquier ser vivo.
Sin embargo, a lo largo de la historia no sólo se ha permitido, sino que se ha considerado justo quitarle la vida a un delincuente, o a un soldado rival al que logísticamente no se puede hacer prisionero en una guerra. O se ha despreciado la vida de los siervos, simplemente por ser de una categoría social inferior o incluso de otra raza. Pareciera que en situaciones que se consideran justificadas en algunos contextos, la vida humana no importa. Al fin y al cabo, cuando estos días se han tenido que hacer los temidos triajes para escoger cómo se administra la escasez de tratamiento sanitario, se ha elegido priorizar las expectativas de vida con mejor pronóstico de supervivencia, es decir, a los más fuertes.
En materia de valores, todo se somete a una ponderación que es casi imposible en términos completamente objetivos, ya que acaba dependiendo de lo que arbitrariamente considera adecuado la persona que tiene el poder de decisión en función de las circunstancias del momento. Algunos de esos valores se han superprotegido como derechos fundamentales para garantizar su preservación en cualquier contexto, con independencia de las circunstancias, precisamente para intentar huír de esas ponderaciones. Pero acaban resultando igualmente inevitables, sobre todo cuando se tratan de proteger a la vez dos derechos fundamentales que entran en conflicto. Esas reflexiones son constantes en el razonamiento de los juristas, y pocas veces se resuelven de modo no controvertido. Los jueces, por ejemplo, motivan su elección y después somos los observadores los que valoramos el acierto de su decisión leyendo esa motivación, que para eso –entre otras cosas– sirve.
Justamente ahora, con motivo de la pandemia del covid-19, nos encontramos en uno de esos momentos de dilemas. Se trata de proteger la vida de las personas. Y para ello disponemos de diversas opciones que en absoluto forman un escalado, porque varias de ellas son implementables a la vez. La primera opción es el tratamiento médico de las personas infectadas. La segunda es el aislamiento domiciliario de los infectados. La tercera es el aislamiento domiciliario de los que tuvieron contacto con los infectados. La cuarta es el confinamiento de ambos colectivos en lugares ajenos a su domicilio. La quinta es el confinamiento de toda la población, infectada o no, en sus domicilios. La sexta es la realización de tests forzosos masivos de detección del antígeno y del anticuerpo. La séptima es la implementación de apps de geolocalización de infectados y sospechosos y seguimiento de sus síntomas. La octava es la geolocalización de toda la población para observar sus movimientos en averiguación de si están cumpliendo el confinamiento. La novena es imponer multas, o incluso sanciones penales, por el incumplimiento de todo lo anterior.
Se podría continuar la lista, y probablemente encontraríamos medidas aún más imaginativas. Siempre se partiría de que, obviamente, no existe un derecho a infectar, y en cambio sí existe un derecho a la vida y a la salud, por lo que cualquiera de las medidas referidas sería, desde esa perspectiva, aceptable. Y además, dado que su cumplimiento es difícil de controlar hasta las últimas consecuencias, concederíamos poderes extraordinarios de control a la policía sobre situaciones que no entrañan el más mínimo riesgo sanitario, a fin de hacer más cómoda la labor de control de los cuerpos de seguridad. Por ello prohibiríamos pasear en solitario, nadar en solitario o pasear por el campo, siempre en solitario. De ese modo, la policía sólo tendrá que observar que las calles están vacías o que todo aquel que está en una calle se halla debidamente acompañado por un perro. Además, podemos obligar a toda la población a que vaya ataviada sistemáticamente con mascarillas. Y adicionalmente, podemos geolocalizar a toda la población, o al menos a la infectada y a la sospechosa de estarlo.
No sé si alguien es realmente capaz de imaginar el mundo resultante después de la implementación de todo lo anterior, pero quizás bastará esperar unos cuantos días más en que la mayoría de juristas guarde silencio y no proteste por todo lo citado para que ese mundo, no solamente sea una realidad, sino que además varias de las medidas anteriores hayan venido para quedarse por el –supuesto– miedo de las autoridades a que rebrote la enfermedad en un futuro más o menos remoto.
Con seguridad, muchos de los que estén leyendo estas líneas, especialmente los que son autoridad, consideren que todo lo anterior es exagerado, aunque nótese bien que hasta el momento no me he referido en absoluto a medida alguna que no haya estado en boca de alguna de esas autoridades. Muchos de los que ocupan cargos públicos, además, sufren una tradicional e incomprensible amnesia a futuro, es decir, son incapaces de entender que no siempre estarán al mando, y que tras ellos, con completa seguridad, vendrán otros que aprovecharán lo que hicieron los anteriores, quién sabe con qué finalidades. Y que entonces, siendo ya de nuevo ciudadanos corrientes, no podrán hacer nada para impedirlo, sino simplemente sufrirlo como los demás. Mucho de lo que parece razonable cuando se ocupa un cargo público deja de parecerlo, no solamente cuando ya no se está, sino cuando es el rival político aquel que acaba llegando a dicho cargo.
Por ello, es esencial en toda circunstancia el respeto por los derechos fundamentales, sobre todo para no quitar precintos de protección de la población a la que todos pertenecemos, también esas autoridades. De estos días de tragedia son incomprensibles dos cosas desde el plano político: la inconsciencia de algunas autoridades anunciando o implementando medidas draconianas incompatibles con los derechos fundamentales, así como la docilidad de los ciudadanos al aceptar la vulneración de sus derechos, contando incluso con la colaboración de algunos sujetos que se han convertido en delatores privados. Todo ello es justo lo que ocurre en cualquier dictadura.
En algunos países, destacadamente en Alemania, las autoridades han explicado debidamente la enfermedad con dos objetivos principales. El primero ha sido que la población tuviera toda la información sobre qué acciones humanas contagian y cuáles no, llamando a la responsabilidad colectiva, pero con una simultánea preocupación especial por no generar pánico entre la ciudadanía. El segundo objetivo ha sido explicar a la población que los derechos fundamentales existen y deben ser respetados, pero que en las circunstancias actuales había que operar algunas restricciones en los derechos de reunión, de circulación, y eventualmente del derecho a la intimidad. Es decir, se ha partido de la existencia y explicación de los derechos, y luego se han concretado con gran precisión y sencillez las restricciones de los mismos, que siguen y deben seguir vigentes. Un derecho fundamental nunca puede ser anulado por completo, sino simplemente restringido y siempre con causa justificada.
Sin embargo, en otros lugares se ha hecho justo lo contrario. No se han explicado bien las vías de contagio y se ha permitido, más o menos solapadamente, que el pánico se adueñara de los ciudadanos sospechando hasta del aire que respiran, permitiendo la difusión de bulos sobre inexistentes o dificilísimas vías de contagio, a fin de que el pánico se constituyera en un eficaz –aunque incalificable– mecanismo de obediencia de las medidas gubernamentales. Y finalmente se ha partido de la anulación de los derechos de reunión y circulación, para sólo después realizar algunas permisiones, como pasear a un perro o ir a comprar comida, confiando además a cada agente de policía la tolerancia en la interpretación de las muchas ambigüedades de las normas aprobadas.
Es posible –ojalá– que se haya controlado la difusión de una enfermedad por debajo de lo que hubiera sido la evolución natural de la curva de cualquier pandemia, como enseña la historia. Desde luego en este punto no voy a entrar, aunque deberá ser objeto de análisis científico en un futuro. Pero la forma de hacerlo en algunos lugares no ha sido regular principalmente por la razón apuntada: se ha partido de la anulación de un derecho fundamental, y se han hecho depender las excepciones a esa anulación del criterio puntual de las fuerzas de seguridad. Y como es de todos bien sabido, se han propiciado no pocas situaciones que basculan entre lo ridículo y lo kafkiano. Es el peligro de cualquier autoritarismo, que al final no sólo no protege a los ciudadanos, sino que resulta rocambolesco.
Estremece pensar que en el futuro, ante cualquier ocasión en la que se desate el pánico, los poderes públicos de un Estado van a actuar de la misma forma. En primer lugar, habría que recordar que el pánico es una forma extrema del miedo y que habitualmente anula el razonamiento. De cualquier gobernante se espera la prudencia, sobre todo cuando se demuestra, como en el caso actual, que los gobiernos que sí han actuado desde la prudencia y respeto de los derechos fundamentales han obtenido incontrovertiblemente mejores resultados sanitarios que los que obraron desde el pánico y partiendo de la anulación de derechos.
Probablemente eso nos enseñe algo para un futuro: que tenemos que profundizar bastante en la interiorización de la cultura democrática, de manera que alcance también a las élites dirigentes. No es aceptable que los derechos fundamentales, o incluso la estructura de poder –más o menos federal– de un Estado, sean solamente respetables cuando no hay problemas. Pero que cuando aparecen, se tienda a pensar que la primera medida de máxima eficiencia sea proceder a la suspensión de ambos. Tenemos que aprender que esos derechos fundamentales están precisamente para prevenir los abusos de poder en esas situaciones extremas, que son las más peligrosas, y no solamente cuando los ciudadanos gozan de una vida de bienestar que, por cierto, también es tributaria en buena medida de los derechos humanos.
Convendría insistir una y otra vez en lo anterior. Lo mismo que en un futuro, pasando ya a otro contexto, habrá que explicar reiteradamente que sólo la cooperación y la solidaridad crean sociedades respirables. Hasta hace literalmente cuatro días se nos decía que la renta básica generalizada era insensata, o que las empresas más importantes podían hacer ingeniería de Derecho tributario para maquillar el impago de impuestos, o que esas mismas empresas –y otras muchas de menor tamaño– podían deslocalizar sus empresas a paraísos dictatoriales o a democracias fallidas para tener mano de obra dispuesta a trabajar por sueldos miserables sin ejercer sus derechos de manifestación o de huelga, en escenarios más propios del feudalismo que de sociedades avanzadas.
Quién sabe si estamos aprendiendo que todo ese entramado de falsedades oficiales, fruto exclusivo de la codicia, había formado un gigante de pies de barro que se quiebra con una simple enfermedad vírica. Desde luego, el mensaje no es apto para los cínicos que piensan que a lo largo de la historia siempre mandan y mandarán los mismos poderosos, cambiando solamente los decorados para hacer el producto más digerible a la mayoría de la población que no pertenece a las élites.
Ese mensaje puede convencer a muchos, en un cóctel mental absurdo de picardía y soberbia, pero no es real. Muchos pensarán que la revolución industrial convirtió a los antiguos siervos en proletarios, y que allí donde los proletarios consiguieron llegar al poder acabaron formando una nueva élite de dirigentes, explotando a los mismos de siempre: la mayoría del pueblo. Y que ese círculo vicioso nunca tendrá fin. No es cierto. Varias de nuestras sociedades son bastante diferentes a las del pasado, y lo serán cada vez más. Hay que sacar a toda la población de la marginalidad de la falta de recursos económicos, sin buscar la creación de nuevos infiernos laborales de obreros esclavos y dirigentes que se sienten ajenos al sistema tributario. Sólo el bienestar generalizado traerá la propensión a la protección del bien común y conjurará el individualismo económico, respetando la individualidad del libre pensamiento y desarrollo de la personalidad en un mundo sin preocupaciones por lo básico.
Pero para todo ello es imprescindible la preservación de lo que llamamos “democracia”, “valores republicanos” o como quiera que desee designarse a la protección que dispensan nuestros derechos fundamentales frente al poder de las élites dirigentes. Sólo de esa forma podremos afrontar con éxito todas las adversidades comunes que tanto nos unen, y no sólo una pandemia.
Quizás, dentro de la desgracia, haya sido una suerte que una pandemia nos haya hecho visualizar la importancia de la protección del bien común. Ojalá.