De la militancia al activismo: o el fetichismo de la mercancía política
por Santiago Aparicio
En este tiempo pandémico ha aflorado más que nunca el grave retroceso que sufre la izquierda en términos sociales e incluso políticos. El sistema capitalista ha penetrado completamente en los intersticios donde la izquierda había levantado sus fortalezas para el combate político. La ideología dominante es capaz de asumir todas las demandas que se plantean desde supuestos lugares de la izquierda hasta tal punto que los hace propios, los vacía de contenido y los ofrece como mera mercancía política que sirve para la reproducción y la teatralización propia de la sociedad del espectáculo. Mercancías políticas como identidades, derechos inanes, representatividad de lo extraño, descomposición del pasado no para entender el presente sino para criminalizar a unos u otras…, todo eso sí sin poner en cuestión la base misma del sistema. La cual, han olvidado, no deja de ser la que determina en última instancia el resto del sistema. Hoy se disputa por unos impuestos más altos o más bajos a cierta clase social. O lo que es lo mismo si dan un arañazo o un abrazo a la clase dominante.
Donde más se ha notado esta pérdida de capacidad de lucha es en el paso de la militancia al activismo. Un militante es una persona comprometida con una ideología; una persona comprometida con un grupo de personas con las que comparte una visión del mundo; una persona que entiende que existe una lucha antagónica entre clases; una persona para la cual el sistema capitalista es pernicioso en su totalidad; una persona que lucha para acabar con la explotación del ser humano por el ser humano; una persona que, independientemente de su formación inicial, se prepara para el combate diario en todos los órdenes de la vida, especialmente el económico; una persona que no está para tonterías y performances varias sino para actuar contra el núcleo del sistema; una persona que aspira a un mundo radicalmente distinto sabiendo que hay etapas que quemar pero sin perder de vista el final del camino.
La persona activista es un recuerdo de la militancia porque pone empeño; gasta horas en redes sociales lanzando los mensajes que le piden que lance o atacando a quienes le han dicho que son los malos; es una persona que siempre actúa de parte, más bien de microparte; no pone en cuestión el sistema sino que lo acepta y quiere hacer algún tipo de maquillaje cosmético, pero que no le quiten sus comics (nunca los llaman tebeos), sus muñecos de Dragon Ball Z o sus más modernas camisetas reivindicativas fabricadas allende los mares por niñas en jornadas de 10 horas diarias de trabajo; la persona activista firma todas las propuestas que le envían por change u otras plataformas para sentirse bien y pensar que con eso ya se ha ganado el cielo, aunque no sirvan en sí para nada; es una persona que se apunta a todas las modas del liberalismo progresista, especialmente el importado, y que pierde de vista lo que sucede a las puertas de su casa. Un ser postmoderno que es parte del engranaje de la política espectáculo al que se pide que no piense, que no haga uso del principio de contradicción (lo que ayer era malo hoy es bueno es porque sí), porque las ideas son líquidas y se defienden el momento que otras personas han decidido, y al que contentan mediante el fetichismo de la mercancía política.
¿Qué es ese fetichismo? Adorar todas las causas que parecen las más progresistas pero que no provocan ni un solo molestar en el sistema. Toda las luchas por el reconocimiento (nacionalismos, animalistas, queers, religiones, etc.), que algunos pretenden vender desde la Escuela de Frankfurt como verdadero motor de la historia, no son más que luchas permitidas por el sistema, por la clase dominante, no sólo porque no les pone en cuestión sino que además les sirve para sacar un beneficio económico. No es que sean luchas malas en su base, que no deberían serlo, sino que suelen acabar desvirtuadas y fetichizadas para consumo político, económico y social. ¿Sabe alguien cuándo dejó de ser algo reivindicativo el día del orgullo gay para convertirse en la fiesta rentable que es ahora? Ahora para ser una forma representativa válida al sistema debe ser rentable en términos de acumulación de capital. Si lo son, aunque lo sea en poco, se vende como lo más progre y cool, si no lo es se expone como ejemplo extravagante de “la lucha de la izquierda”. Esto es, como arma contra la verdadera lucha. ¿No se han preguntado nunca, si es que ustedes son de izquierdas, por qué los partidos de la derecha utilizan términos como “lucha de clases”, “marxismo”…, cuando en la izquierda casi nadie los usa ya? Igual es por lo que se esconde detrás realmente les provoca pavor. Zara no va a vender camisetas de “¡Viva la lucha de clases!” (aunque lo hacen con el Che Guevara, figura completamente asumida por el sistema como fetiche, por tanto sin contenido en sí), pero sí lo haría con cualquier eslogan ecologista o LGTBi.
Al perder militancia en favor del activismo la izquierda se desangra, pierde fuerza y acaba convirtiéndose en el lado social del capitalismo. Del antagonismo se pasa al sostenimiento, pero con muchas firmas para miles de causas y muchos memes en las redes sociales. Enganchados a un terminal dejan de reunirse, de compartir experiencias reales, de planificar, de debatir, para convertirse en la extensión de este o aquel vendedor político de turno. Y cuando lo hacen debe ser mediante una batukada, una performance o un baile porque debe ser divertido y festivo para ser “auténtico”. La dirigencia política no tiene que dar explicaciones y con sólo soltar una gracia en Facebook, un insulto en la tribuna del parlamento o hacer un vídeo hablando como si los que están al otro lado fuesen personas estúpidas, ya se han ganado el apoyo. ¿Por qué el feminismo está siendo atacado a derecha e izquierda (supuestamente izquierda)? Porque el feminismo, no las majaderías queer, tiene militantes; tiene mujeres aguerridas en lucha constante; y pone en duda al propio sistema capitalista. El sistema para quedar bien y que no se note intenta asimilar alguna demanda (tipo #MeToo), apoya la legislación contra la violencia machista (aunque intente dejarla sin dotación para que sea inefectiva), pero lanza a sus tropas contra las mujeres en cuanto se vuelven peligrosas para el propio sistema. Lo mismo que hicieron con el socialismo y el comunismo hasta convertirlos en socialdemocracia sistémica y populismo, ahora lo pretenden con el movimiento feminista real, no el inventado de la inexistencia de la mujer y demás magufadas que apoyan todos los medios de comunicación. Es más cómodo tener activistas que militantes, tanto dentro de los partidos, como dentro del sistema. Al activista se le compra con dos fruslerías, pero al militante es más complicado porque tejía amplias redes de conexión social y respondía ante cientos de personas, no ante códigos en una pantalla. El sistema quiere ofendiditos y ofendiditas antes que militantes, porque no son estúpidos y sí luchan por mantener sus privilegios a costa de los demás. La clase dominante nombra la lucha de clases porque siempre están en ella, los activistas están con un ojo en twitter y el otro pidiendo sushi en Glovo o pidiendo un Uber (que hay que aparentar).