Los confinamientos, la gran farsa
por Carl Boggs
Casi un año después de la pandemia de COVID, incluso un mínimo de pensamiento crítico debería decirnos que la política de confinamiento que se practica en los Estados Unidos es un desastre absoluto y sin un final a la vista. La política de confinamiento a la que nos referimos aquí se trata de un conjunto de políticas gubernamentales particularmente agresivo y tiránico que en menos de un año han causado daños graves a millones de estadounidenses, -probablemente a decenas de millones- y otras personas en todo el mundo. Lamentablemente, una presidencia de Joe Biden solo agravará esta represión y miseria ya intolerables.
Un problema grave de la manía del confinamiento es que, al fijarse obsesivamente en el virus, una élite loca por el poder ha ignorado aquello que debe guiar cualquier intervención pública: la necesidad de un análisis completo y detallado del costo-beneficio para las políticas sociales. La retórica obsoleta sobre “hacer caso a la ciencia” resulta no solo unidimensional e inútil, sino que además sigue siendo una justificación para los continuos encierros masivos, en un estado tras otro. Las peores consecuencias incluyen millones de empleos y negocios perdidos, una escalada de la pobreza, cifras récord de quiebras, caos educativo, nuevas crisis sanitarias, un fuerte aumento de las adicciones y un montón de problemas psicológicos.
Mientras tanto, ha quedado muy claro que las reglas del confinamiento, las mismas reglas que se pasan por alto en momentos de manifestaciones callejeras y disturbios, se aplican solo a los partidarios de Trump, los grandes “supercontagiadores”, dondequiera que se reúnan. Esas directivas arbitrarias han sido utilizadas cínicamente por gobernadores y alcaldes del Partido Demócrata y sus zares sanitarios como un arma política dictatorial, en parte para reforzar su propio poder, en parte para boicotear la segunda campaña presidencial de Trump. Para ellos, la pandemia es bienvenida como un regalo del cielo, y debe aprovecharse para un lleva a cabo un Global Reset (reinicio global) para alcanzar el máximo poder, un fascismo incipiente. Lo que tenemos aquí es lo que C. Wright Mills llamó hace mucho tiempo la “mayor inmoralidad” en su clásico The Power Elite.
Las consecuencias completamente predecibles de meses de encierros destructivos fueron reconocidas recientemente incluso por la Organización Mundial de la Salud, que instó a poner fin a los bloqueos en todo el mundo; un mensaje, sin embargo, que no ha sido atendido por el establishment político / médico / mediático de EEUU. Las proyecciones de la OMS en caso de mantenerse el confinamiento auguran un futuro en el que la pobreza mundial se intensificará, así como la inseguridad alimentaria, la propagación de enfermedades y otras crisis de salud. Las cadenas de suministro de alimentos ya se han visto gravemente afectadas por los efectos combinados del COVID y los dañinos controles gubernamentales. Lo que los destacados miembros del Partido Demócrata, como el profesor de Berkeley, Robert Reich, y el gobernador de California, Gavin Newsom, denominan comúnmente (y sin sentido) un "inconveniente", significa en realidad como señalan los líderes de la OMS, provocar un empobrecimiento adicional a posiblemente cientos de millones de personas en naciones menos desarrolladas ya atrapadas en ciclos interminables de miseria social. Tal daño apenas se registra en los medios de comunicación de corporativos, donde los horrores se descartan calificándolos como "daños colaterales".
La advertencia de la OMS ha sido repetida por miles de profesionales médicos y científicos que apoyan la “Gran Declaración de Barrington”, una denuncia bien fundamentada de la política de confinamientos defendida de manera dogmática por Biden y los demócratas (enlace a la Declaración). La Declaración fue puesta en marcha por tres científicos de renombre mundial: Jay Bhatticharya de Stanford, Martin Kulldorf de Harvard, y Sunetra Gupta de Oxford. Su mensaje, extraído de un minucioso conjunto de investigaciones internacionales, es claro y urgente: hay que poner fin a las restricciones draconianas y sustituirlas por una “protección focalizada”, que permita la vuelta a la vida social normal a quienes tienen un riesgo mínimo de enfermar gravemente, que es la gran mayoría de la población. estas personas menos amenazadas (las menores de 50 años) tienen una probabilidad de 99.98% de sobrevivir a cualquier infección de COVID, que entraña para ellas menos riesgos que la gripe común. Los científicos de “Barrington” instan a que se dé un cambio en las políticas para hacer frente al Coronavirus, hacia lo que de hecho ha sido habitual históricamente para la mitigación de virus: políticas que tengan en cuenta la gama completa de factores económicos y sociales, así como médicos, lógicamente necesarios para reducir la cantidad de daño total.
La incesante propaganda política / mediática detrás de los confinamientos masivos asume, erróneamente, que este virus en particular (a diferencia de la mayoría de los demás) de alguna manera puede ser eliminado de la existencia humana, para no que no vuelva nunca más. Además creen, contra toda lógica y experiencia, que deben imponerse confinamientos hasta que se descubra una vacuna y se vacune (¿obligatoriamente?) a toda la población, con el objetivo aparente de lograr algún tipo de inmunidad general. Se suele olvidar la escasa eficacia de las vacunas que se venden de manera uniforme como remedios. De hecho, se dispone desde hace tiempo de una vacuna para la gripe, pero la tasa de éxito oscila entre el 20% y el 60%, mientras que cientos de miles de personas mueren anualmente en todo el mundo aproximadamente 650.000 personas en promedio por ese virus rebelde.
Los llamados expertos médicos tienen poco que decir, además, sobre el estado de la salud pública en general. En los EEUU, en 2018 murieron en total casi tres millones de personas, encabezando la lista de causas las enfermedades cardíacas (655.000 muertos) y el cáncer (600.000 muertos). Sin embargo, lo que destaca particularmente son los niveles de mortalidad de todas las enfermedades respiratorias, incluidas la gripe y la neumonía (tanto viral como bacteriana): aproximadamente 220.000 personas promedio anualmente, poco más que la cifra actual de muertes por COVID. Nunca en 2018 ni en ningún momento del pasado ningún gobierno, o personalidad del mundo de la salud o de los medios de comunicación, pidió confinamientos masivos para "aplanar la curva" o "destruir el virus" en respuesta a esos desafíos sanitarios. No hubo ni un murmullo en ese sentido, y mucho menos se sembró pánico con argumentos supuestamente morales.
Tampoco hay pánico con argumentos morales cuando se trata de catástrofes sanitarias como la adicción a las drogas, las reacciones graves a medicamentos y las muertes por sobredosis. En EEUU, las muertes por sobredosis (la mayoría por productos farmacéuticos) aumentaron de 39.000 en 2010 a 70.000 en 2017, mientras que tan sólo las muertes por opioides aumentaron de 21.000 en 2010 a más de 48.000 en 2018: estas tendencias hicieron frente a un silencio ensordecedor de los medios de comunicación, cuyos ingresos se enriquecen de la publicidad ininterrumpida de las grandes empresas farmacéuticas ("Big Pharma"). La revista The Lancet recientemente (el 24 de octubre) informó que las muertes por sobredosis en todo el mundo han aumentado más de un 20% debido a los traumas físicos y mentales combinados provocados por los confinamientos, más que por la pandemia misma.
Igual de revelador es el irresponsable fracaso de los “expertos” en consultar la abundancia de experiencia histórica relevante al respecto. Para empezar: ¿qué podríamos concluir de la gran pandemia de gripe asiática de 1957-58, una enfermedad terrible que, en los Estados Unidos, se hizo frente... de la manera habitual? Se dijo que este virus infectó a más personas incluso que la gripe española de 1918, que mató a 50 millones de personas. Si bien la recopilación de datos en la década de 1950 fue bastante inestable, tan solo las muertes en EEUU se estimaron en 120.000 personas, con una tasa de mortalidad del 0.67%, mucho peor que el COVID actual. Más impactante aún, las muertes por gripe asiática en todo el mundo se dijo que fueron de entre uno y cuatro millones, lo que ahora habría equivalido a posiblemente diez millones de muertes, si se considera que la población mundial casi se triplicó desde fines de la década de 1950. Eso podría significar actualmente tanto como nueve veces el número actual en todo el mundo de muertes por COVID (alrededor de 1,3 millones, si ese recuento no es muy exagerado). ¿Necesitamos mencionar aquí que la gripe asiática no provocó pánico moral, ni confinamientos masivos, y tan sólo pocos (y muy breves) cierres de escuelas?
El fanatismo del confinamiento tampoco sobrevive a ningún escrutinio comparativo serio con la actualidad. Dos de los países con confinamientos más estrictos, EEUU y UK, se encuentran entre los peores en número de muertes por millón de habitantes. Según Statista, los números son 700 y 732 respectivamente. A continuación se encuentran otros estados con las prácticas autoritarias más extremas: Italia con 686 por millón, Francia con 595, y España con un récord mundial de 824. Compare estas cifras espantosas con las de los países que rechazaron los confinamientos totales, que se basaron más en el cumplimiento voluntario que en el forzoso: Japón con 15 por millón, Cuba con 12, Corea del Sur con 9,4, China con 3,4, Vietnam con 0,36 (sin casos en los últimos 200 días), Taiwán con 0,25. Incluso Suecia, muy castigada pero sin confinamiento, con más de 500 muertes por millón (aunque pocas en el último mes) se ubica mucho mejor que Estados Unidos y la mayoría de los países europeos. Y la economía de Suecia permanece completamente intacta, con un daño social mínimo provocado por gobiernos ávidos de poder.
En Japón, después de confinamientos algo breves y esporádicos durante un estado de emergencia inicial, la vida cotidiana esencialmente ha vuelto a la normalidad: tiendas, restaurantes, bares, museos, cines, gimnasios y escuelas están ahora en su mayoría abiertos, y las restricciones de viaje internas han sido eliminadas. A diferencia de Estados Unidos, no ha habido propaganda mediática basada en el miedo, por lo que no ha habido abusos sociales o políticos. Tokio se ha resistido ferozmente a cualquier discusión sobre imponer confinamientos masivos. Con una población de 127 millones, asentada en ciudades densamente concentradas, hasta principios de noviembre Japón ha visto el número de muertes provocadas por el Coronavirus limitadas a 1.600, menos que la mayoría de los estados estadounidenses.
La experiencia de Vietnam podría ser aún más impresionante: con una gran población urbana de casi 100 millones, las muertes por COVID hasta ahora suman solo 35 personas. Después de algunas restricciones de viaje iniciales y breves cuarentenas locales, no se han ordenado confinamientos nacionales serios. Confiando en el cumplimiento social voluntario en lugar de imponerlo institucionalmente por la fuerza, como muchos países asiáticos, los vietnamitas han manejado los brotes de enfermedades de manera hábil y creativa de la misma manera en que lo han hecho habitualmente con la gripe. Disponer de atención médica universal, como en Japón y en otros lugares, ofrece recursos mucho menos costosos y más inaccesibles que en EEUU, pero eso no es todo. Las lecciones de Japón y Vietnam demuestran que el despotismo del confinamiento no solo es seriamente equivocado sino que es drásticamente contraproducente, mucho más dañino que útil.
Comparaciones similares son válidas para estados individuales en los EEUU. Nueva York, un estado gobernado por el Partido Demócrata y con probablemente el régimen de confinamiento más prolongado y severo del país, tiene un récord desastroso de más de 33.000 muertes para una población de aproximadamente 20 millones de personas, lo que es exactamente el doble de las cifras de la Florida gobernada por el Partido Rpublicano (16.900 muertos) con sus 22 millones de habitantes. Sin embargo, los medios de comunicación han optado por elogiar a Nueva York y su gobernador brutalmente inepto Mario Cuomo, mientras critican a Florida y a su gobernador republicano Ron DeSantis.
La manía del confinamiento sigue siendo una calamidad absoluta para la sociedad estadounidense, una parodia evitable alimentada febrilmente por todos los principales centros de poder: las grandes farmacéuticas, los gigantes tecnológicos, el estado profundo, y Wall Street, junto con los demócratas y sus propagandistas en los medios de comunicación. Con la posible llegada de Biden a la Casa Blanca, rodeado como está por un amplio círculo de extraños “asesores” médicos incrustados en esos mismos centros de poder, cualquier desviación radical del patrón estadounidense de coerción y fracaso parece ahora difícil de imaginar. Lamentablemente, aunque a estas élites les encanta hablar de que hay que "escuchar a los científicos", se encuentran entre los menos inclinados a seguir la verdadera experiencia histórica y comparativa. El suyo es un sistema de gobierno oligárquico y autoritario.