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Noticias Amor y Rabia

Que el yo no soy yo

Published on: jueves, 11 de noviembre de 2021 // ,


por Agustín García Calvo


...Y esto me sirve como ejemplo de la principal difi­cultad con que nos vamos a encontrar para intentar ha­cer algo esta mañana. Hacer. Hacer. Hablar entendido como hacer, cosa sobre la cual volveremos al final.


La principal dificultad para nosotros es que esto es de­masiado claro. Comprobadlo con el título: “Que el yo no soy yo”. ¿Lo habéis entendido? ¿Habéis entendido lo que dice? Evidentemente, desde el punto de vista gramatical, es inevitable, porque está dicho en lenguaje corriente: no hay más que un terminacho de jerga, que es precisamen­te el término ‘el yo’, pero, por lo demás, en cuanto a la sintaxis y todo lo demás, está en lenguaje corriente, así que el sentido gramatical —digamos— tiene que haber sido para vosotros evidente desde el principio y, en ese sentido, habéis entendido qué es lo que dice la frase “que el yo no soy yo”.


¿Habéis entendido más? ¿Habéis entendido qué es lo que implica esa formulación, a qué sitio nos puede llevar, contra qué cosas nos tiene inevitablemente que lanzar? Eso es más dudoso, y ésa es la dificultad metódica que os quería poner por delante. Esto, como todo lo que voy a dejarme decir por esta boca, tiene la dificultad de que es demasiado claro. Y ésta es una dificultad evidente, sobre todo estando en academia, donde el curso normal es, para fingir que se entiende, recurrir a las jergas, reducirlo todo a jergas más o menos científicas, garantizando de esa manera que nada se entienda de verdad. Por mi par­te, empleo en todo lo posible el lenguaje corriente, y si empleo algún término de la jerga, como es el mismo de ‘el yo’, será solamente como objeto de ataque.


Porque —aquí está la dificultad— también la Psicolo­gía es una ciencia. ¿O no? Supongo que sí. La Psicología es una ciencia, y ser una ciencia, aunque no pretenda ser una ciencia tan ciencia como la Física, como la reina de las ciencias o ciencia por escelencia, pero, en la medida en que ha de ser una ciencia y que imite más o menos a la Física en cuanto al empleo, sobre todo, de los cuantificadores, de números, de cálculos, tanto en el registro de esperimentos como en la estadística, en la medida en que es una ciencia, trata acerca de realidades, acerca de una realidad.


Las Ciencias tratan acerca de la Realidad. Ésta es otra cosa demasiado clara.


Que la Ciencia trate acerca de la Realidad implica que la Ciencia está fuera de la Realidad, puesto que trata acerca de ella. De forma que la Psicología, al tratar de realidad, se escindiría ella misma de ser una realidad. Sal­vo que, claro, como sucede a cada paso, en lugar de ha­blar de la realidad de que habla la Psicología, digamos con un término arcaico, el alma, en lugar de hablar de una realidad, ésta, el alma, o la personalidad, o la perso­na, o hasta el yo, en lugar de hablar de eso, hable de psicología. Por ejemplo, hemos entrado en una Epistemolo­gía de la Psicología, como a cada paso las ciencias pasan a ser una epistemología de sí mismas. Entonces sí, enton­ces ya la Psicología es el objeto de que se trata: no se ha­ bla del alma; se habla de la Psicología, y en ese momen­to, por supuesto, la Psicología ha entrado a formar parte de la Realidad, y, en la medida en que se habla de ella, ya no es ella la que habla; ya hay otra manera de hablar que queda fuera de esa realidad.


¿Véis lo que os prometía o amenazaba? Es demasiado claro. Es demasiado claro, y tanto temo a esta escesiva claridad que os pediría incluso que, sin aguardar a colo­quios finales para los cuales no vamos a tener segura­ mente tiempo ninguno, me interrumpáis exigiéndome que os ponga las cosas un poco más oscuras, para ver si las entendéis mejor. Porque ése es el procedimiento habi­tual.


Si la Psicología es una ciencia, como debe serlo, trata acerca de la Realidad, digamos ésta, el alma, o la perso­nalidad o la conducta personal o, como acabo de oírle decir al profesor Monedero, el propósito, los propósitos humanos, una definición que trataré de usar también más adelante. Trata acerca de esas realidades, llamémos­las como las llamemos; para eso es una ciencia.




Pues imaginad que abrís un tratado cualquiera de Psi­cología y que os encontráis con una frase como ésta: “Síndrome de ansiedad de desprotección es esto que me está pasando ahora mismo según lo estoy escribiendo”. Os encontráis esta frase y decís “Esto no puede ser; evi­dentemente esto no puede estarlo diciendo el autor del tratado”. Inmediatamente miráis a ver si está en letra pequeñita y si es que está citando la carta o el testimonio de algún enfermo que sirva como caso de eso; pero que el autor para esplicar el citado síndrome se esprese de esa manera y diga “Síndrome de ansiedad de desprotección es esto que me está pasando a m í ahora mismo según lo estoy escribiendo”, eso no pasa.


En ningún tratado de ciencia, de ninguna, ni de Psico­logía, podéis encontrar formulaciones como ésas. Formu­laciones como ésas que, si recordáis bien la fórmula que me acabo de inventar, implican “es esto”. Vamos, la frase empieza muy bien, empieza con un terminacho, empieza con una cosa perfectamente manejable: “síndrome...” (también me lo acabo de inventar ahora, no sé si corres­ponde a algo), “síndrome de ansiedad de desprotec­ción”. Vamos, estamos en plena jerga, es decir, estamos tratando de la realidad. Pero luego sigue “es esto”. “Esto” no puede aparecer en ningún tratado de ciencia. “Es esto que me está pasando”. “Me” mucho menos to­davía. ¿Cómo “me” va a entrar como término de un tra­tado de ciencia? “Está pasando ahora mismo”, con el presente y con el “ahora mismo” ratificándolo. No, hom­bre. “Ahora mismo” en un tratado de ciencia no se pue­de decir. “Según lo estoy escribiendo”, para acabar de re­matar la faena: eso es una cosa que no cabe, este presente, “según lo estoy escribiendo”, que aludiría al hecho mismo de estar formulando el tratado el propio autor. Esas cosas están escluidas de cualquier formulación científica. Cosas como ‘esto’, ‘aquí’, ‘ahora’, ‘me’, ‘yo’... Esos términos, que pertenecen a la lengua corriente y que los empleamos con más frecuencia que ningunos otros, a cada paso y para cualquier función del lenguaje, todos esos términos están escluidos de la ciencia. Una ciencia no puede tratar de ‘aquí’; no puede tratar de ‘esto’; no puede tratar de ‘mí’; no puede tratar de ‘aho­ra’. Todo eso está fuera.


Si una ciencia, o una filosofía, que yo no distingo para nada (la verdadera filosofía que hoy padecemos es la Ciencia, y lo demás que se llama filosofía no son más que complementos, restos, accesorios), si una ciencia o una filosofía se empeña en tratar de cosas de ésas, pues ¿qué hace? Trata, no de ‘aquí’, porque eso es imposible, pero tra­ta de ‘el aquí’. ¡Ah! Eso ya es un término filosófico: ‘el aquí’. Eso ya puede ser un término científico. Trata de ‘el aho­ra’. De ‘ahora’ es imposible que trate. Para eso está la lengua corriente, pero el lenguaje de la ciencia no puede tratar de ‘ahora’. Tratará de ‘el ahora’. Pero ‘el aquí’ y ‘el ahora’, notadlo, se han convertido en realidades; por eso se puede tratar de ellas: ‘el aquí’, ‘el ahora’. Por tanto, pueden ser objeto de una ciencia o una filosofía, pero ya son lo que no eran. Ya no hacen lo que hacían ‘aquí’, ‘ahora’, ya no están diciendo precisamente eso.


Hace poco tuve que habérmelas en pleno reino de la reina de las ciencias, de la Física, con el libro de un físico, medio académico medio marginal, Barbour, que se titula The End of Time, donde proponía una Física sin tiem­po. Y, efectivamente, esa Física, cuyo desarrollo no es al caso traeros aquí, acababa por reducir todo a configura­ciones y variedades que sustituyeran al cambio temporal, de forma que el tiempo quedaba eliminado, y los entes últimos que quedaban eran los que llama “cápsulas de tiempo”: los ahoras. Esto de “los ahoras” ya lo decía Aris­tóteles mismo: tónyn, tányn, los ahora. Pero evidente­mente los ahora no son ahora. Los ahora no son ahora: los ahora están ya fijos en la realidad y el intento de Bar­bour de hacer una Física sin tiempo es un intento que no tiene sentido. Es sugerente y honrado, hasta cierto pun­to, el intento; después de los progresos de la mecánica cuántica es, incluso, hasta lógico. Pero es, por supuesto, un imposible. La realidad está justamente fundada en la conversión de ‘ahora’ en ‘un ahora’, ‘el ahora’, ‘los aho­ra’. Está fundada justamente en esta reducción del tiem­po que de verdad está pasando, que es inasible, incapaz de ser objeto de ninguna ciencia, a ‘un ahora’, ‘el ahora’, que ya son formas de la realidad y que, por tanto, pue­den ser objeto de ciencias de la realidad, de filosofías.



Supongo que aparece bastante claro el cambiazo (si no, ahora en seguida me lo diréis) y, naturalmente, esto que os he mostrado con ‘aquí’ o ‘ahora’ podéis aplicarlo a todos esos términos que tienen esta condición de que no significan en sentido estricto, sino que hacen algo más: apuntan; apuntan en relación con el acto mismo de hablar.


Sí, en un tratado relativamente científico puede apare­cer ‘ahí’, pero eso si ‘ahí’ es un anafórico que remite a un esquemita que el autor ha puesto. Es a lo más que se puede llegar. En una geometría ilustrada, por ejemplo, uno puede decir “esto”, pero si ‘esto’ quiere decir ‘el teo­rema que acabo de formular antes’: un anafórico que no nos saca para nada del testo. Pero de esto de verdad, esto que está aquí ahora mismo, de eso no hay ciencia que trate. Por lo tanto, de mí o de tí, mucho menos.


‘Mí’ o ‘ti’ no somos nadie real. ‘Yo’ es cualquiera. Es cualquiera con la sola condición de que esté hablando. ‘Yo’ es cualquiera que está hablando. Y ‘tú’ es cualquiera al que se está hablando. Y eso, señores, eso no puede ser objeto de ninguna ciencia. De eso no se puede hablar. Si se habla de ello, ya ni es el que habla ni es al que se ha­bla: es de lo que se habla. Y eso es lo que se hace. Eso es lo que, inevitablemente, tiene que hacer cualquier Psico­logía, que empieza, de unas maneras más torpes, desa­rrollando nombres con significados, sustantivos, por ejemplo, psyché, entre los antiguos, anima o animus en la teoría de Epicuro y Lucrecio, y, resumiendo las dos, ‘alma’. Teniendo en cuenta que el invento empieza (de una manera que me parece sumamente lógica) por apli­carse a las almas de los muertos. No hay ningún alma que se haya inventado antes de inventarse las ánimas de difuntos: ésas son las primeras formas de alma. El trasla­dar eso a los vivos es secundario, es un proceso que re­mata la obra, pero las almas primeras son las de los di­funtos. El sitio donde en la prehistoria ya se desarrolla un culto y lamentación del difunto que implica la invención de Nombre Propio (en la prehistoria, en lo desconocido, es decir, antes de hace diez mil años) es ahí, con el inven­to y la lamentación del Nombre Propio del difunto, don­de aparece el invento del alma por primera vez, que des­pués se desarrolla tan esplendorosamente no ya con los trucos epicúreos de animus y anima, sino con todo el de­sarrollo moderno, en el que no voy a entrar.


Como os advertí antes, el término en sí, este objeto de la psicología dicho como ‘alma’, es una cosa anticua­da, suena muy mal (para algo las ciencias progresan), pero, a cambio de ello, se han desarrollado otros, como es ‘la persona’, ‘la personalidad’ y todos los demás nom­bres de los mecanismos anímicos a los que estáis de so­bra acostumbrados. Y, en último término, con ayuda, a Iniciativa de filósofos y, después, del propio psicoanálisis, se Inventó el yo, que es la manera más hábil y directa de dar el cambiazo: en lugar de ‘mí’ está ‘el yo’.


No sólo está ‘el yo’, sino que, si me descuido, está ‘mi yo’, y ‘tu yo’, es decir, meros disimulos para evitar decir ‘alma’, para evitar decir ‘mi alma’ y ‘tu alma’; es decir, di­simulos porque, en definitiva, con sólo el truco ese de sustantivarlo y poner un artículo (“el yo” o “mi yo” o “tu yo”) ya se le está convirtiendo en una realidad: en una realidad que yo no era cuando estaba vivo. Una realidad que yo no era cuando estaba vivo. Vuelvo con esto al tí­tulo: que el yo no soy yo.


Esto es lo que el año pasado nos surgía imaginando o recordando a un niño en el trance de dos años, dos años y medio, de estar terminando en él la lucha entre la gra­mática común, la lengua común, con la que cualquiera viene a este mundo, y el idioma de los padres que le ha tocado. Por esa edad, más o menos, con ese trance deci­sivo que la Psicología sólo torpemente reconoce y anali­za, pero que, en cambio, para Freud, ya aparecía muy claro como límite: todo lo importante había sucedido an­tes, antes de ese trance de terminar la lucha entre la len­gua común y el idioma que a uno le ha tocado. Tome­mos a un niño, recordado, imaginado, en ese trance, al que los padres ponen ante el espejo y le dicen: “Mira, Celita, qué guapa estás con ese lacito rosa”, o “Mira qué bien te sienta la chaquetita, Raimundito”. El niño se que­da mirando al espejo y todavía declara: “Pero ése... no soy yo”. “Pero ése no soy yo”. Hay algo en él que todavía está vivo y que, por tanto, tiene que hacer esta declara­ción: “Pero ése...”, es decir, ante la imagen del espejo, que es lo mismo que el significado de las palabras que lo tienen, incluidos también el nombre propio de la perso­na, Raimundito o Celita, que son como formas del espe­jo, declara: “ése, evidentemente, es real, es real, me ha­blan de él, tiene su nombre, pero ése no soy yo; ése, a pesar de todo, no soy yo”.


Bueno, así es en el trance que trato de presentaros como recordado, imaginado y, en todo caso, ejemplar. Después viene la asimilación, la historia de la Historia, la historia del Poder, el desarrollo de la Ciencia, de la Psicologia entre las ciencias, que nos istruye acerca del yo, de la personalidad, de los síndromes de ansiedad, de la con­ducta, de los propósitos y todo lo demás; pero bueno, eso ya es la aburrida historia a la que estáis acostumbra­dos y en la que estáis metidos.




La realidad, ésa de que las ciencias tratan y de la que tratan también los hombres de negocios y de la que trata vuestra familia en las casas correspondientes, la realidad, aquello de lo que se habla, es, en un sentido preciso, fal­sa. Es decir, tiene razón el niño que dice: “Ése no soy yo”. Es en un cierto sentido falsa precisamente porque trata de presentarse como verdadera. Sólo así se puede decir que la realidad es esencialmente falsa. Una realidad cual­quiera, entre ellas la del invento del alma, que arrastró consigo el invento del cuerpo, que sólo se inventa des­pués de haberse inventado el alma. Una falsificación de­trás de otra. Una falsificación complementando la otra.


Todos recordáis las consecuencias. A lo mejor os ocu­páis mucho de la medicina del alma y de la relación entre psicología y medicina, pero no olvidéis que, por otra par­te, está el pobre cuerpo, que ha resultado del invento del alma, como una especie de corolario, y al cual desde en­tonces se le puede manejar, se le puede hacer objeto de toda clase de gimnasias, medicinas y profilaxis, que no son sólo las del alma, pero que son del mismo orden que ellas. Ésa es la triste historia. En ese sentido la realidad es falsa: porque pretende ser verdadera.


Fljáos (es un paréntesis político) que si la Realidad fue­ra verdadera, no tendrían que estaros haciendo creer en ella todos los días. ¿Para qué diablos os han traído a esta Facultad? ¿O a qué diablos os ponen delante de un tele­visor? A predicaros todos los días que la realidad es la realidad. A haceros que creáis, a reforzar, por si acaso alguna duda viene a perturbarla, vuestra fe, en la realidad, en que sabéis de lo que estáis hablando y, por tanto, que sa­béis lo que estáis haciendo. Esto es un paréntesis consola­dor: es, evidentemente, una inseguridad de la Realidad en sí misma lo que hace que tenga que estarse predican­ do cada día, en universidades o por televisores. Si fuera verdad, no tendría que predicarse. Es una cosa también muy elemental y demasiado clara.


La Realidad está hecha esencialmente por conversión de eso, lo que llamamos tiempo, que de verdad no se sabe lo que es (el tiempo que está pasando, ahora, mien­tras os estoy hablando, y que es inasible, y que no tiene dos sentidos a derecha y a izquierda, que no tiene más que uno y, por tanto, ninguno), la conversión de eso en un Tiempo que se sabe, una idea de ‘tiempo’. Es el funda­mento mismo de la Realidad. Todas las demás realidades están fundadas sobre esta conversión del tiempo inasible en un Tiempo que se sabe, en un Tiempo que está ideado. Todas vienen de ahí. Era en ese sentido como en el libro del físico, en El fin del tiempo dé Barbour, me encontraba con este trance, que hoy también, de otras maneras, he querido presentaros, en que la gramática elemental, la ra­zón común, se enfrenta con la Ciencia de la Realidad y trata de decirle las cosas que le está diciendo.



El psicoanálisis era un invento que, desde el propio fundador, digamos, desde Freud, se encontraba en una situación indecisa, porque, por un lado, la tentación de que aquello se convirtiera en una teoría, doctrina y, por tanto, en definitiva, ciencia, era muy poderosa, y con al­gunos resquemores Freud mismo, de vez en cuando, es evidente que cedía a la tentación. Por otra parte, en mu­chos momentos, como viene a lo largo de sus escritos, se revela hasta qué punto él era como el niño ante el espejo: era honrado. Es decir, reconocía que eso que él estaba haciendo no podía ser una ciencia; no podía ser una cien­cia de la realidad. Como es natural, porque psicoanálisis, como sabéis, etimológicamente quiere decir ‘disolución del alma’. Disolución del alma, es decir, con el término más moderno, disolución del yo, descubrimiento de la falsedad de la persona, de la falsedad del yo. O sea, más o menos lo mismo que estaba yo haciendo con vosotros este rato, que se puede decir que era un poco hacer psi­coanálisis. Y eso, evidentemente, no podía convertirse en una teoría so pena de condenarse a muerte, claro. Por­que, evidentemente, si aquello se convertía en una teoría, tendría que ser, de una manera o de otra, psicología, es decir, una ciencia acerca de la realidad del alma.


La disputa, que supongo que sigue a estas horas en la academia, entre dar entrada o no al psicoanálisis en las fa­cultades, pues es todavía, hasta cierto punto, aunque muy de lejos, representativa. Efectivamente, hay una tendencia asimiladora, que parece ser la progresista y que es la con­servadora, como suele suceder bajo el Régimen, que diría: “¡Sí, sí, abarquémoslo todo! ¡También el psicoanálisis tiene derecho a entrar en las disciplinas académicas!”. No sólo el psicoanálisis: hasta la parapsicología en muchas univer­sidades está metiendo la nariz; de manera que imagináos, ¿no? Ésta es la actitud progresiva, que es la conserva­dora, la reaccionaria: meterlo dentro, no vaya a quedarle todavía algún veneno al psicoanálisis, no vaya a implicar to­davía alguna forma de peligro; si lo hacemos disciplina académica, se acabó; ahora ya lo tenemos seguro, dentro.


Y luego, está la actitud que, siendo la reaccionaria, es, por cierto, la más honrada, que es la de los académicos de pro, que de ninguna manera pueden consentir que bajo el nombre de 'Psicología' éntre en las facultades eso del psicoanálisis. En ese sentido la disputa es reveladora. Con ella voy a ir terminando.


El psicoanálisis, a pesar de estas vacilaciones del pro­pio Freud, y no digamos de los supuestos seguidores, es una disolución del alma, es una disolución del yo, un des­cubrimiento de la falsedad del yo. Y esto no puede ser una ciencia. ¿Por qué? Porque es una acción. Es con esto con lo que quiero terminar: con la oposición entre acción y saber, entre acción y ciencia.


La Ciencia está para confirmar la fe en la Realidad y, por tanto, para que estemos seguros de que no hay nada que hacer más que lo que ya está hecho. Lo que todos los días os predica la Televisión, sobre todo, mostrándoos que no puede suceder nada más que lo que ha sucedido. Todos los días, por si os entra alguna duda, que no hay nada que hacer.


En ese sentido, al empezar, recordaba a mi antecesor en esta mesa, el profesor Monedero, que se inclinaba a decir “ciencia de los propósitos”, porque, en efecto, si la Realidad está costituida por una ideación del tiempo, la Re­alidad es esencialmente futura. Futuro no es, para la ver­dad, para este corazón de niño que nos queda, no es nada que esté ahí, que esté hecho, pero es, justamente, la realidad de las realidades; es de lo que se habla.




Fijáos en el Dinero, que es la realidad de las realidades: el Dinero es todo futuro. No hay más dinero que el futuro. Y del Dinero dependen todas las demás istituciones socia­les, judiciales, académicas... todas dependen del Dinero como realidad de las realidades; y, por tanto, de lo que tratan es del futuro. Tratan justamente de conseguir que no suceda más que lo que ya se sabe. Imagináos adonde se iría el Dinero si no tuviera un futuro sabido de antema­no, adonde irían la Banca y las Compañías de Seguros y programas o presupuestos de todos los Estados del Bie­nestar. Su condición es que el futuro se sepa, es decir, que se asegure que no va a pasar nada que no sea lo que ya se sabe. Así se pueden hacer pronósticos, presupuestos esta­tales y operaciones financieras de todo tipo. Y el resto (jus­ticia, organizaciones familiares o estatales, academia, edu­cación...) va sencillamente a la rastra. ¿No os hacen aquí todos los años un plan de estudios, haciéndoos costar que el Ministro allá en lo alto sabe de antemano todo lo que va a haber que saberse durante ese curso? Se sabe ya de antemano. Si no, ¿qué sentido tendría un plan de estu­dios? Un plan de estudios tiene ese sentido: cuidar, asegu­rarse de que lo que se va a aprender es lo que ya está sa­bido, no vaya a correrse algún peligro de algo.


De manera que, en ese sentido, efectivamente, la rea­lidad es esencialmente futura, y la Ciencia, aunque parez­ca otra cosa, es una ciencia que, en definitiva, trata del Futuro, y que, por tanto, está dedicada a esta labor fúne­bre de asegurarse de que no va a pasar nada más que lo que ya ha pasado, de que no va a haber ninguna sorpre­sa... En vano: en vano, porque, no ya un psicoanalista, sino un gramático cualquiera os puede decir: “Pero eso nunca es así”. Nunca es verdad que ese Futuro esté he­ cho, y es en ese sentido como os contraponía para termi­nar la acción con la Ciencia.


La Ciencia está para asegurar la Realidad y, por tanto, la Fe y, por tanto, asegurarse de que no pase nada impre­visto. Frente a ello está la acción: psicoanálisis en cual­ quiera de los sentidos, disolución del alma... empezando, como en el título de esta charla, por mostraros esta evi­dencia demasiado clara de que el yo no soy yo.


Fin



Respuestas a preguntas

Tu pregunta no tiene una respuesta unitaria. Unas sí y otras no. Unas veces sí y otras veces no. Me estoy ocupan­do de ello sobre todo con una serie de artículos o sustitu­tos de artículos que vengo sacando (ya voy por el 15 o el 16) en el diario La Razón todos los miércoles. (No os es­candalicéis demasiado; porque a lo mejor muchos de vo­sotros sois de los que distinguen todavía entre un diario y otro diario, y, si os descuidáis, vais a llegar a distinguir en­tre una cadena televisiva y otra cadena televisiva... no os digo adonde vais a parar), bueno, el caso es que por azares me encontré metido hace años en ese periódico, y esta serie la estoy dedicando a eso: a tratar de sacar de mí un tipo de recuerdos que no sean históricos, que no sean una narración histórica, que no pretendan, por tanto, ninguna forma de realidad y que, por ello mismo, sean como una especie de grano que se desgrana y que sugiere cosas vi­vas para cualquiera. Que yo a lo largo de esta serie lo con­siga o no lo consiga o más o menos, eso es otra cuestión. Pero el intento, la pasión que me mueve a ello, es ésta. 

Porque, naturalmente, lo contrario, el impulso contra­rio, es el dominante: convertir todo recuerdo en algo sa­bido, en algo histórico, en una realidad, someterlo a la realidad. Yo y cualquiera de vosotros distingue entre re­cordaciones indefinidas, que le asaltan, que ocasional­mente lo invaden o lo arrastran, y luego el álbum de fotos; frente a eso, al álbum de fotos, es decir, las imáge­nes, historias, de vuestra niñez o de más tarde, lo que te­néis ahí ya sabido, encuadrado, esactamente como las fotos en su álbum.

Luego, lo uno está contra lo otro; y, aunque no me puedo estender mucho más, yo creo que tu cuestión, por lo menos en su planteamiento, a todo el mundo alcanza: Hay en el funcionamiento de la memoria dos mecanis­mos que no sólo son distintos, sino que se contraponen:

Hay una historia del yo real, que está hecha para sos­tener el yo real, empezando por la fecha de nacimiento, empezando por lo que dice tu documento de identidad; y hay otra memoria.

O lo uno o lo otro: O es una historia, más o menos cronológicamente ordenada, es una historia que se sabe (se parece —por volver a la imagen— al álbum de fotos), o no es eso. O no es eso, sino que es una muestra de que uno nunca está bien hecho del todo, y que por los res­quicios le pueden surgir, de vez en cuando, olores indefi­nidos que le invadan, que le hagan perder el tino perso­nal y, por tanto, dudar, como el niño ante el espejo, de su personalidad.

No olvidéis que yo, el yo real, por ejemplo, en este caso, don Agustín García Calvo, es un ente de la realidad como, en general, el yo. Pero yo no. Yo no soy ése. Yo no soy ése. De manera que hay, en cuanto a la memoria, un mecanismo confirmador de la realidad (por todas partes uno cree que sabe su historia), y luego un mecanismo que la contradice.

La contradicción muchas veces (esto los psiquiatras lo saben muy bien) se manifiesta en forma de trastornos y de locura. Esto para mí es secundario. Puede manifestarse así o de otra manera. Mejor si no se manifiesta en formas de locura definida, porque entonces ya eso mismo hace que la Medicina y, por tanto, la Sociedad entera pueda captarlo. Pero, en todo caso, la contradicción está ahí.

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Sí. No podemos detenernos en ello, pero Freud anali­zaba eso bastante bien. Hay una especie de motor. El motor, desde luego, está fuera de la persona, está fuera del yo, el motor que mueve el sueño. Pero la fabricación del sueño se hace, no sólo con entidades reales, sino que él distinguía muy bien entre el material próximo, que era normalmente del día anterior, es decir, impresiones del día anterior que uno había recibido, y los materiales leja­nos, que normalmente procedían de ese trance que antes os he espuesto en que está terminando la lucha entre la lengua común y el idioma que a uno le toca. De manera que el sueño se fabrica como una realidad. Y, por supues­to, en la medida que después se le recuerda y hasta se le escribe, no se está haciendo más que confirmar la reali­dad del sueño. Es una realidad como otra cualquiera. Ahora, luego el sueño, como otras cosas, psicoanálisis o actividad de disolución, puedo usarlo en los dos sentidos contrapuestos: puedo usarlo para curar amenazas de lo­ cura, lograr la reintegración al orden, o puedo usarlo para descubrir esa contradicción que he tratado de pone­ros por delante, entre aquello que no era el yo, y que soy yo porque precisamente soy cualquiera, y aquello otro que es mi personalidad.

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El miedo en relación con la creación de la nada. El miedo, es decir, aquello que analizábamos estos días en la tertulia política del Ateneo Madrileño, el miedo que, según alguno de los contertulios, era el culpable de que no rompamos, no nos atrevamos a romper con la false­dad de la realidad y, por tanto, de la propia realidad de uno, ese miedo es un miedo de quedarse sin todo aquelio que el Estado y el Capital nos proporciona: esa seguri­dad del futuro. De forma que nunca es el miedo de una nada verdadera, sino que es el miedo de la falta de algo que nos han acostumbrado a tomar como sustituto. Eso es lo que esencialmente esplica la creación de la nada.

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Sí: no; como todo lo que digo, es de sentido común. No hace falta haberlo estudiado de una manera especial. Hay un intento costante de hacer creer en la realidad y, primariamente, en la realidad propia de cada uno. Por eso, por ejemplo, los padres son los primeros encarga­dos. Convencen en seguida a los niños de que “A este niño le gusta el chocolate” —o “A este niño no le gusta el chocolate”—. Le crean gustos específicos, personales, que, evidentemente, el comercio, después de los padres, no va a hacer más que ratificar. La fabricación de gustos personales y de opiniones personales es el gran truco. Por eso vivimos bajo el Régimen del Bienestar, en la Demo­cracia Desarrollada, que consiste en la fe en que cada uno sabe qué es lo que le gusta y qué es lo que opina. Una fe estúpida, como, de vez en cuando, voces, la de Sócrates o la de Cristo mismo desde la cruz, lo han dicho: “No saben lo que hacen”, que es una manera de decir la verdad. Pero todo el Orden, toda la Realidad está empe­ñada en que cada uno tenga su gusto personal, propio, como has dicho, su opinión personal: “Esto es mío. Esto soy yo”. De forma que ésta es la costrucción de la menti­ra (empezando por la mentira de uno mismo), dentro de la que estamos, de la que partimos, para después, apro­vechando eso de que nunca uno está bien hecho del todo, nunca la mentira está cerrada, ver si se puede desarrollar esa acción de la disolución del alma, del descubri­miento de la mentira de la realidad.

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Es desde el comienzo de la Historia. Estoy empleando la palabra ‘Historia’ de una manera precisa, es decir, escluyendo de la Historia todo lo que no sea la Historia, in­tentando que Prehistoria o Extrahistoria no se reduzcan a Historia; es decir, de una manera precisa: desde que hay escritura. Desde que hay escritura, es decir, fijación del tiempo del habla en un espacio, por escrito. O sea, unos diez mil años, más o menos, según lo que suele calcular­se. Fuera quedan cientos de miles de años que no hay Historia, y que no hay por qué reducir a Historia. Desde el comienzo de la Historia, eso se estaba haciendo. Es decir, con el proceso ese que empieza con los muertos, de un individuo llorado al que se lamenta con su Nombre Pro­pio, con las lamentaciones. Desde ese momento está ya en marcha el proceso. Es la creación del alma en el senti­do justamente del individuo personal; que parece que es la creación de lo más individual, pero que, por ello mis­mo, es la creación de lo más social y sometido. Porque, naturalmente, todos y cada uno tienen su Nombre Pro­pio, y los nombres propios, como las huellas dactilares, pueden ser distintas para cada uno, pero lo que todos tienen de común es que todos tienen su personalidad, su Nombre Propio. Así hasta el progreso último de la Histo­ria, el que hoy, aquí mismo, en esta sala, estamos pade­ciendo bajo el Régimen del Bienestar, donde toda la fe se centra en eso, en la costitución del individuo personal, y todo el poder se funda en ello, la repartición del docu­ mento de identidad, cada vez más detallado.

Algunos apocalípticos, por cierto, de vez en cuando, se han dejado llevar por el miedo y se han equivocado, y han pensado en un Gran Poder que pudiera controlar­nos, una Policía perfecta que nos tiene a todos en el fi­chero controlados, que sabe todos nuestros movimien­tos. No hay por qué dejarse llevar tampoco por ese miedo. Es verdad, el progreso último de la Historia con­siste en este infierno, en esta condena cada vez más tre­menda a la Individualidad Personal, que quiere decir su­ misión al Orden Social (aunque parezca lo contrario, es lo mismo: la Democracia Desarrollada lo demuestra), pero al mismo tiempo, no hay que dejarse llevar por el miedo, porque no es verdad: no hay allí arriba ningún policía perfecto que nos tenga y que nos pueda tener controla­dos a todos y en su ficha. Quedan siempre rebabas de la obra. Cada uno, por consiguiente, suele estar siempre mal hecho. Nunca acaba de estar bien hecho. Y es gra­cias a eso como tiene sentido un psicoanálisis, una ac­ción, como la que aquí he propuesto.

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Sí, el Automóvil Personal es un buen símbolo. No es ningún accidente que el auto-móvil, el se-moviente, se haya convertido en el representante por escelencia del ideal democrático. Cada uno sabe adonde va. Todos van al mismo sitio, pero cada uno sabe adonde va, por su propia voluntad y decisión. Esa estupidez es fundamental para el Régimen que hoy padecemos.

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Tal vez has simplificado un poco, has puesto un poco demasiado sencilla la labor. Es que esto de (evidente­mente, quienes tenéis práctica lo sabéis mucho mejor que yo), esto de descostruir, destruir la costrucción de la falsedad del alma, es algo que, inevitablemente, tiene que hacerse por sus pasos; es decir, que no puede un psicoanálisis aspirar a una disolución repentina. Toda esta utilización que Freud hacía de síntomas, por ejem­plo de síntomas típicamente subcoscientes, manifesta­ciones, no incoscientes, que yo no sé lo que es, sino sub­coscientes, que sé bastante bien lo que es, o de los sueños, que también están fabricados desde lo subcosciente, todo eso tiene el sentido de una marcha, de un proceso: se van descubriendo roturas, incongruencias, y eso puede llevar, efectivamente, hasta donde debe, que es ese trance al que me he referido (que podemos, des­de fuera, situar entre año y medio, dos años, dos años y medio, pero que, en fin, no hace falta situarlo así), ese trance en que se está costituyendo el alma, con la victo­ria de un idioma determinado en contra de la gramática común en la cual yo no era más que yo, es decir, nadie, nadie realmente terminado; todo eso marcha así. Tu co­rolario de que lo que el psicoanalista tiene que hacer en­tonces es utilizar esos materiales diversos y hasta contra­dictorios que se le ofrecen para una interpretación, eso... tú como yo comprendemos que es una conclusión mu­cho más sujeta a tela de juicio; porque, evidentemente, si el propio Freud vacilaba entre lanzarse desenfrenada­mente a la labor de descubrimiento de la falsedad, a la disolución del alma, o utilizarlo como un proceso reintegrador, cualquier psicoanalista está por fuerza condena­do a la misma vacilación, y entonces unas veces tirará para un lado y otras veces tirará para otro; y cuantos menos proyectos y recetas se dirija a sí mismo, tal vez mejor.

Bueno, ésa es justamente la ambigüedad o la vacila­ción de la que volvíamos a hablar. Evidentemente, si el psicoanálisis se decide por ser psiquiátrico, cosa que tal vez es lo que mayoritariamente sucede, si el psicoanálisis se vuelve psiquiátrico, entonces, efectivamente, lo que hace es conseguir, no ninguna disolución del yo, sino un yo más sano, más tranquilo, más conforme consigo mis­mo, que padezca lo menos posible de formas de locura estrepitosas, molestas para los propios pacientes y para los progresos en psiquiatría, que para eso está. Ahora, eso que has dicho de “inexorablemente”, no. No, por lo mismo que antes he dicho en general: si la Realidad estu­viera definitivamente hecha, si fuera en algún sentido verdadera, no tendría que estarse predicando todos los días. La Realidad no está hecha. La del alma de uno, tam­ poco está hecha. Nunca. Todas las religiones han preten­dido que sí: por eso, en la imaginería católica misma, pues el alma era un alma que seguiría siendo individual, que se trasladaba al cielo y a la eternidad y que seguía siendo la misma, ¿no? Y la Ciencia, que ha sustituido a las religiones, pues hace lo mismo. Pero eso no es fatal, y la labor de disolución del alma, en psicoanálisis, en política, en cualquier cosa, no está condenada de antemano. Pre­cisamente porque no estamos bien hechos, y un psicoa­nalista tampoco él mismo está bien hecho.

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Sí, sí, ¿qué se le va a hacer? Si quiere curar, tiene que hacer eso. La situación es típicamente la que dice el evan­gelio, y es la que te vuelvo a recomendar aquí. Como el psicoanalista está partido, que por un lado es honrado y, por tanto, si se deja llevar, iría a un psicoanálisis desenfre­nado, y por otro lado, es a lo mejor hasta un profesional o, en todo caso, tiene esta piedad hipocrática que le pone por delante antes que nada lo de evitar sufrimien­tos, evitar esas faltas que dices, curar, entonces, que tu mano derecha no sepa lo que hace tu mano izquierda, que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano de­recha. Cuanto menos se interfieran las dos actividades contradictorias, mejor. En cuanto a lo de curar, evidente­ mente, depende de a quién se cura: a mi yo o a mí. 



Este texto es parte de un dossier sobre realidad y simulación publicado en el número 43 de la revista Desde el Confinamiento, que puede descargarse gratuitamente aquí. Una introducción puede leerse aquí.


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