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¿Hicimos el tonto con los confinamientos?

Published on: domingo, 6 de febrero de 2022 // ,


por John Carlin


Mientras escribo van 5.713.601 muertes por la covid en el mundo, según la biblia digital de estadísticas que nos ofrece en vivo y en directo la Universidad de medicina Johns Hopkins. Esta semana científicos de la Johns Hopkins han publicado un estudio en el que concluyen que la política global de confinamientos ha sido un error de proporciones, bueno, bíblicas.

A mí me atrae la idea, tan magnífi­camente subversiva ella. A muchos más, supongo, les parecerá un disparate. “Los expertos” de la Johns Hopkins han sido denunciados por otros “expertos” por su falta de rigor. ¿A quién creer? Al que uno quiera.

Nos acercamos al fin de la pandemia aquí en Europa, o eso dicen, y un balance del desastre que hemos vivido estos últimos dos años nos tiene que llevar a otra subversiva conclusión, en este caso más difícil de refutar: que “la ciencia” no es ni racional ni objetiva. No se ha puesto de acuerdo en nada: ni en los números de muertes proyectados, ni sobre la efectividad de las mascarillas, ni sobre la longevidad del virus en las superficies, ni (inicialmente) si los jóvenes eran igual de vulnerables a la covid que los viejos, ni si hay que cerrar los colegios, ni si fumar combate el virus, ni si la vacuna AstraZeneca mata, ni ahora, y desde hace rato, si funcionan los confinamientos domiciliarios.

No me puedo creer que a estas alturas los medios sigan repitiendo la frase “los expertos dicen”. (La puse en Google ahora mismo junto a la palabra covid y me salieron 180.000 respuestas.) Tanto discrepan estos científicos que mejor sería llamarles opinadores, ya que, resulta, son igual de susceptibles a sus creencias y prejuicios que todos los demás. Padecen la misma condición médica, el ser humanos. Seleccionan su información según sus temperamentos (optimista/pesimista) o su visión del mundo (izquierda/derecha).

Sí. Izquierda/derecha. Algo que no se ha comentado mucho, pero que parece ser, dentro de tanta confusión, un hecho demostrable es que la gente de izquierdas ha sido más catastrofista y más dispuesta a imponer o aceptar restricciones que la de derechas. Lo he visto en mis amigos; todos lo hemos visto en los políticos.

En Estados Unidos, donde todo es más grande y a lo bestia, se ve la diferencia con claridad. En estados gobernados por la izquierda, como California, se han impuesto restricciones casi al nivel de la superprogre Australia; en Florida, donde gobierna la derecha, cada uno casi a su bola. Durante la campaña presidencial del 2020 los mítines de Joseph Biden eran un baile de máscaras; los de Trump, una orgía de caras desnudas.




Lo mismo en los dos países que más sigo, el de mi padre y el de mi madre, el Reino Unido y España. Cuando apareció la ómicron, los laboristas británicos pedían un encierro total; el Gobierno conservador se opuso. Esta semana el Congreso de los Diputados español convalidó por un estrecho margen el decreto que obliga a los ciudadanos a seguir llevando mascarillas en la calle. Todos los partidos de derecha votaron en contra.

¿Por qué la diferencia? Se me ocurren algunas ideas. Una, que ser de izquierda significa querer dar más control al Estado; ser de derecha, darle lo menos posible. Dos, que la derecha da un valor sagrado al libre comercio (por ejemplo, no cerrar lugares donde la gente gasta dinero) y la izquierda desconfía de “los empresarios”. Tres, que la izquierda es más religiosa por naturaleza: tiene más fe en que el azar y el animal humano se pueden domar imponiendo un dogma.

Hay excepciones a la regla. Por ejemplo, yo. Siempre pensé que veía el mundo desde la izquierda. Doy palos en esta columna a la ultraderecha loca que representa Trump o a la ultraderecha mafiosa que representa Putin. Sin embargo, desde que la pandemia empezó me ha desconcertado ver que me inclino a buscar las opiniones de aquellos “expertos” que confirman mi prejuicio a favor de la libertad individual y contra los mamá gobiernos.




No votaría por la dama de pandereta Isabel Díaz Ayuso, o por su Partido Popular, pero disfruté como ella del estudio de los de la Johns Hopkins. No sé si tienen razón, pero quiero creer que sí, que a la cuestionable efectividad que pueden haber tenido los confinamientos se contrapone el incuestionable daño que han causado a las economías y a la salud mental y física, con lo que me refiero a los millones de cánceres y problemas de corazón no diagnosticados gracias a la prioridad médica que se ha dado a los casos de covid.

Me parece ridículo –como a Díaz Ayuso también, supongo– lo de seguir imponiendo el uso de las mascarillas al aire libre. Somos el hazmerreír del resto de Europa, quizá especialmente en Suecia. Aquí puede que resida la solución a mi dilema. Nada más lejos de la derecha trumpiana, Suecia es la socialdemocracia por excelencia. Tiene el modelo al que aspira la izquierda sensata de todo el mundo. Pero durante la pandemia ha sido el país que menos restricciones ha impuesto de Europa. Mientras en la primavera del año pasado todos aquí en España estábamos encerrados en casa, los suecos seguían en los bares. Fiel al principio de que cada uno debe ser libre de decidir su propio destino, el Go­bierno recomendó el distanciamiento social, pero no lo impuso por ley.

Cuando aplaudía el modelo sueco hace año y medio, reconocí que a la larga los resultados me podrían retratar. La larga ya llegó. Y vemos que aunque han sufrido más en Suecia que en los otros países escandinavos, debido principalmente a una política inicial equivocada con las residencias de ancianos, el número de muertos por habitante allá, el país más libre de restricciones de Europa (repito), es apre­ciablemente más bajo que en el país que impuso las restricciones más duras, España. Ah, y Suecia es el país europeo que menos daño económico ha sufrido durante la pandemia.

¿Hemos hecho el tonto? ¿Los confinamientos han sido lo que los italianos llamarían una bella cagata? No sé. Ni “los ex­pertos” tampoco. Lo que creo es que de poder­ retroceder en el tiempo, lo que haría si tuviese el poder sería recomendar, no imponer, que la gente mantenga la distancia y recomendar, encarecidamente, que los mayores se aíslen en casa. Llámenme facha, o sueco, pero la muerte es inevitable, la vida es corta y lo más importante, pienso, es vivir­la.

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