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Noticias Amor y Rabia

Vacunas, izquierda caritativa y restricciones

Published on: miércoles, 2 de febrero de 2022 // ,


En el umbral del Año 3 de la Era Covid ¿Eran necesarias las medidas autoritarias que se han tomado? ¿Qué pasaría si viniera una pandemia similar a la de la gripe española? ¿Cómo reaccionarían los gobiernos?


por Ander Berrojalbiz y Javier Rodríguez Hidalgo, autores del muy recomendable libro Los penúltimos días de la humanidad,


23 de enero de 2022


¡Ah, si se pudiera poner una mordaza a todos los españoles a la vez! Imaginad, ningún oído se vería ofendido por estas palabras tan embarazosas

Yevgueni Zamiatin, Los fuegos de Santo Domingo, 1922


Con casi 18 meses de retraso, una parte de la izquierda empieza a darse cuenta de que la mascarilla ubicua no sólo sirve de poco para frenar la propagación de la epidemia, sino que los argumentos a favor de su uso ni siquiera son científicos. Maticemos: habría que especificar que son más bien pedagógicos, porque acostumbrarnos a ver rostros tapados por la calle o en el monte tiene un efecto intimidatorio innegable, pues nos recuerda que hay que seguir teniendo miedo, que la enfermedad sigue ahí agazapada y que la guerra aún no ha terminado.


En cualquier caso, por algo se empieza. A lo mejor, dentro de otros 18 meses alguien se para a pensar que la avalancha de restricciones que ha caído encima de niños y jóvenes –los menos amenazados por el virus– está siendo más dañina para ellos de lo que habría sido un contacto mucho más promiscuo con la enfermedad; y el aumento de las tendencias suicidas entre menores de 25 años es categórico en ese sentido. Asimismo, puede que dentro de otros 18 meses incluso alguien se dé cuenta de que el último argumento al que se ha aferrado la izquierda para fingir que sigue siendo izquierda –a saber, el proyecto de vacunación del 60% de la población africana– es un disparate.


En efecto, últimamente se ha convertido en un rezo eso de que “nosotros nos vacunamos mientras los pobres negritos están desnudos ante el covid” (nunca se formula así, pero está claro que el paternalismo progre va por ahí). ¿Pero es realmente una urgencia para los países africanos vacunarse contra una enfermedad que no es, ni mucho menos, el peor de sus problemas? Toby Green, uno de los pocos intelectuales que ha dicho algo en contra del consenso higienista de nuestro tiempo, señalaba en un artículo de abril de 2021 que las muertes por covid-19 en África son muchísimas menos que las que causa la malaria, pese a que esta enfermedad tenga un tratamiento conocido y poco costoso. Supongamos, como suele argüirse, que las víctimas mortales de covid-19 en África subsahariana (unas 65.000 en el momento de escribir estas líneas, o 158.000 si incluimos la República de Sudáfrica) están mal contabilizadas. Aun así, tendrán que ser muchas más para poder compararse a las de la malaria, que en el mismo periodo son más del triple, con una edad media muchísimo más baja: el 80% de los fallecidos en el continente tiene menos de cinco años.



Pero, a pesar de que las cifras sean elocuentes, no lo dicen todo. El mismo Green señalaba que la brutalidad de las medidas anti-covid (a grandes rasgos, las mismas que en el continente europeo, a lo que habría que añadir el colorido local) está dañando la economía de los países africanos con unas consecuencias que empequeñecerán todo lo que pueda hacer el virus. Sin embargo, la izquierda piadosa sigue abogando por la vacunación de África. Así, países que en algunos casos disponen de sistemas de salud muy precarios deberán hacer un esfuerzo tremendo para alcanzar ese 60% de “inmunización” (respetemos este concepto de la propaganda oficial). Evidentemente, tal esfuerzo se llevará a cabo en detrimento de otros servicios sin duda mucho más esenciales para la gran mayoría de los africanos, como la inyección de vacunas elementales para los recién nacidos o el ya citado tratamiento de la malaria, pero eso es lo de menos: lo importante es que europeos y estadounidenses no tarden en volver a la normalidad (¿tal vez dentro de 18 meses?), y que de paso duerman con la conciencia tranquila por haber retuiteado un mensaje sobre los pobres negritos sin vacunar.


Además, el apoyo a esta inversión extraordinaria (que lo seguiría siendo aunque las vacunas estuvieran libres de patentes) ni siquiera tomará la forma de la rancia, autocomplaciente y, a priori, sin condiciones caridad cristiana. El Banco Mundial está dedicando grandes cantidades de dinero en esta campaña (por ejemplo, 134 millones de dólares para Senegal, 207 para Etiopía o 100 para Costa de Marfil), que conllevará los inevitables “ajustes” para los beneficiarios, que se encuentran ya en una situación grave debido a medidas como los cierres de fronteras. Según un informe de Oxfam, el 85% de los 107 préstamos covid-19 negociados entre marzo de 2020 y marzo de 2021 por el Fondo Monetario Internacional (compinche predilecto del Banco Mundial) con 85 gobiernos distintos apuntan a planes de austeridad a acometer una vez la crisis sanitaria haya remitido. Por lo demás, después de ver lo que pasa en Europa con los pasaportes sanitarios y otros delirios, podemos imaginar a qué medidas coercitivas recurrirán, a fin de alcanzar un porcentaje de vacunación tan elevado, unos Estados africanos que no suelen contar con la legitimidad social de sus equivalentes primermundistas.



Dicho de otro modo, la izquierda decolonial se nos ha vuelto neocolonial de la noche a la mañana. ¿Qué ha pasado para caer tan bajo? Sin miedo a simplificar demasiado, podemos decir que la izquierda ha reducido su arsenal al de los tiempos de la vieja URSS: hace falta un Estado fuerte para garantizar el bienestar de todos, aunque sea a costa de ciertas “libertades formales”. Poco importa que ese bienestar sea mucho más discutible que el aplastamiento real de libertades como la de reunirse o la de ser niño. Lo que cuenta es la apariencia de que se está actuando, aunque sea en contra del mínimo sentido común. Una poco reflexionada (en muchos casos casi estética) “identidad” de izquierdas, junto con la sensación de descalabro social generalizado, ha hecho que mucha gente añore, pese a no haberlo conocido, un colectivismo (en realidad un Estado) protector, y vilipendie como individualismo ya sea neoliberal o burgués todo aquello que les interpele en sentido contrario.


La indigencia de semejante discurso sólo tiene un punto de apoyo, que es el temor al avance de la extrema derecha. Desde luego, se trata de un fenómeno innegable, pero quizá podríamos interpretarlo al revés: la ultraderecha más bárbara ha encontrado en la política de restricciones contra el virus un zócalo al que se ha subido para hacerse oír con más facilidad. No nos referimos sólo a esa Isabel Díaz Ayuso que puede permitirse buzonear todo Madrid durante la campaña electoral con una foto suya acompañada de la sola palabra “Libertad”, sino a otras formas más sutiles, como algunos de los movimientos contra las restricciones que empiezan a tomar cuerpo, y que a veces flirtean con ideas más bien turbias (incluyendo ese antisemitismo que ha encontrado en Soros una excusa para resucitar el viejo mito de la conspiración judía mundial).


En las aguas revueltas de la Era Covid, es normal que haya sorpresas como la del concierto de La Polla Records en Vitoria el 17 de diciembre de 2020, durante el cual dos miembros de la plataforma Bizitza subieron al escenario a leer un comunicado contra la gestión de la epidemia. Para quien no lo sepa, Bizitza agrupa a colectivos diversos, desde contrarios a las vacunas a partidarios de las medicinas alternativas, sin olvidar a expertos analistas que ante un creciente público tanto cibernético como físico repiten incansables que el cambio climático es “uno de los mitos fundacionales del Nuevo Orden Mundial”, y también algún que otro supremacista vasco que piensa que los africanos vienen en patera a aniquilar el euskera. Es obvio que la mayoría de las personas que están acudiendo a las últimas movilizaciones de Bizitza no comulgan con todos (o quizá ninguno) de estos planteamientos, pero lo innegable es que encuentran en ellas la única forma de expresar de forma colectiva y pública su rechazo hacia una situación insoportable, dado el abandono general del terreno por parte de la izquierda.


Así que es de esperar que sigan creciendo algunas manifestaciones extremistas (anticientíficas, a veces xenófobas, irracionales siempre) ante la prolongación de un estado de excepción permanente, en el que la única certeza es que debemos sentir miedo y no meter ruido. Es previsible que la izquierda siga aferrada a su fetiche de “poner la vida en el centro”, aunque eso signifique apoyar cualquier restricción por absurda que sea, pero eso servirá de poco ante el auge de un movimiento contra las restricciones que no será menos populista que la propaganda favorable a todos los dislates (confinamiento, terror informativo, mascarillas omnipresentes, segregación vacunal) que se nos vienen infligiendo desde marzo de 2020. (Por cierto, el abuso de las restricciones no es ni mucho menos patrimonio de esta izquierda tan desnortada, ya que Rodrigo Duterte, presidente y sheriff de Filipinas, ha sacado a los niños de su país de las escuelas para impedirles que vayan a cualquier otro sitio durante 20 meses.)


Es posible que, cuando se produzca una relativa normalización, ya sea porque los estragos del virus se hayan mitigado, ya porque nuestro hartazgo por los daños colaterales de la gestión de la epidemia nos lleve a aceptar cohabitar con él, pueda llegar el momento de reflexionar sobre lo que ha sucedido desde marzo de 2020. Probablemente nos pareceremos a los supervivientes que se han escapado en estampida de un edificio en llamas, y al encontrarse fuera se ponen a hacer un recuento de lo sucedido: de las víctimas y los daños materiales, pero también del comportamiento poco decoroso que han demostrado en la huida, y que quizá haya sido muy poco racional, con atropellos y gente que no ha podido salvarse por culpa de quienes han querido salir antes. Tal vez nos demos cuenta de que la amenaza no merecía semejante pérdida de la cordura, y tendremos vergüenza en admitir que esa fuga alocada, aunque haya salvado cierto número de vidas, ha creado otros problemas tanto o más graves, incluyendo la degradación de valores menos tangibles que la seguridad. Después de semejante acto de indecencia colectiva, lo más seguro es que la mayoría no quiera ni oír hablar de lo ocurrido, o que se dedique a reescribir heroicamente su actitud previa, para retomar la fiesta donde la habíamos dejado. Como decía Paul Steinberg a propósito de otra plaga: “El virus de la conciencia está presente en todo el mundo, pero muy pocos contraen la enfermedad o tienen remordimientos. La mayoría vive sin mácula”.


Sin embargo, si, pese a nuestra “vergüenza difusa” (Steinberg otra vez), nos atrevemos a mirarnos a la cara y hacer balance (dentro de 18 meses, o siglos) de lo que ha pasado en estos dos primeros años de la Era Covid, y a preguntarnos cómo hemos sido capaces de hacer y tolerar ciertas cosas, éstas podrían ser algunas certezas a las que nos parece que habría que llegar cuanto antes:


1) La mayoría de las restricciones que han venido sucediéndose desde la aparición del virus son un disparate, empezando por el confinamiento, que sirvió para aterrorizar indiscriminadamente y abultar los pronósticos más alarmistas sobre la peligrosidad del virus. Lo que más personas ha matado no son las personas que se bajaban la mascarilla en la oficina, sino el saqueo de la sanidad pública durante décadas de festejo neoliberal. A la hora de computar la mortalidad causada por el virus, es imprescindible compararla con los estragos de una atención primaria en cuadro, incluyendo diagnósticos tardíos (o nulos) de dolencias graves como cánceres o infartos.



2) Existían ya protocolos para las epidemias, como el que había aprobado la OMS en 2019 concebido para pandemias de gripe que pueden ser devastadoras, como la de 1918-1922, pero al llegar la epidemia a Europa y Estados Unidos, acompañada (y a menudo precedida) por un pánico injustificado, se ha preferido improvisar imitando el modelo de un Estado totalitario, la República Popular China. En nombre de un populismo sanitario inédito se ha producido una escalada de medidas restrictivas que a menudo tenían poca o ninguna base científica.


3) Lo que está viviéndose como un apocalipsis vírico apenas ha reducido la esperanza de vida en Europa (que ronda los 80 años). Por ejemplo, en la Comunidad Autónoma Vasca ha bajado en poco más de medio año. La prioridad debería haber sido, como recomendaba el protocolo de la OMS, proteger desde el principio a las personas frágiles, cuyo perfil se conocía ya antes del inicio de las restricciones, y haber concienciado a los demás de la necesidad de tomar ciertas medidas, en lugar de extender el miedo al conjunto de la población.


4) Al aceptar la existencia de una relación directa entre las restricciones y la salud, la izquierda ha renunciado a ejercer la mínima crítica seria ante el despropósito continuo que está cometiéndose contra todo el mundo, con violaciones de derechos civiles, como el de reunión y de manifestación (por no decir nada del criminal confinamiento), y todos los medios considerados “críticos” han cerrado filas en torno a una propaganda exagerada y a veces embustera, que ha llegado a incluir momentos de censura. Habría sido deseable aplicar a la propaganda estatal o de empresas como Pfizer la misma exigencia de verdad que a los magufos, lo que desde luego no ha sucedido casi nunca. Así, Pedro Sánchez puede decir el 11-1-2022 que la letalidad del virus era al principio del 13%, lo que es un bulo disparatado (el propio Fernando Simón reconoce que entonces sólo se detectaba uno de cada diez casos), pero no habrá fact-checking para él, ni para ninguna afirmación que insista en el carácter terrorífico de la enfermedad. Y si la extrema derecha está creciendo es porque se le ha dejado un espacio político gigantesco que nadie parece querer defender. En el Reino Unido, The Guardian (periódico de izquierda partidario de todas las restricciones habidas y por haber) ha podido entrevistar hace poco al epidemiólogo Mark Woolhouse, autor de un libro muy crítico con el confinamiento y todo lo demás: The Year the World Went Mad (El año en que el mundo se volvió loco). Ni en España ni en Francia es concebible algo parecido.


5) Está adoctrinándose a niños y adolescentes en el acatamiento de las consignas más estúpidas y menos fundadas. Sobre todo para los más pequeños está modelándose un concepto de “normalidad” que se basa ante todo en la obediencia, y eso es tanto más grave cuanto que ellos tendrán que hacer frente a un legado de futuras situaciones de emergencia (climáticas y energéticas, por ejemplo) que les van a exigir saber actuar con aplomo para salvar la dignidad humana, que no puede quedar en manos de unos gestores que han dado muestras sobradas de incompetencia.


6) Olvidándose de que toda decisión científica o técnica con consecuencias sociales es una decisión política, la izquierda, incluso esa minoría que ha tratado de balbucear una crítica, ha esperado a que científicos, juristas o incluso historiadores disidentes refutaran la propaganda oficial o confirmaran sus tímidas intuiciones, aceptando que sólo cabe opinar desde una posición “experta”, negándose a sí mismos como sujetos políticos. Así, sólo queda padecer. ¿Quién se atreverá a levantar la voz en crisis venideras? ¿Quién tiene un profundo conocimiento en fusiones del núcleo, en “descarbonización” o en las tensiones político-militares en el mar de la China Oriental?



7) Internet no ha servido ni mucho menos para comunicar posiciones críticas sobre la epidemia y su gestión, sino básicamente dos líneas de opinión igualmente claudicantes: o la aceptación de todas las consignas o los delirios complotistas o negacionistas. Se ha dado un salto de gigante en apenas veintidós meses en el autoencierro digital, y desde luego que medidas como el confinamiento no habrían sido ni siquiera concebibles sin el acceso generalizado a la red, que ha ofrecido un sucedáneo de comunicación.


8) Nuestro consentimiento generalizado a las consignas más irracionales nos ha envilecido e infantilizado. Hemos aceptado convertirnos a la vez en espías de los demás y en burócratas puntillosos. Se nos ha enseñado a desconfiar de los demás sin tregua y en toda ocasión, y hemos aprendido que darse la mano es un acto terrorista. Y si alguien tenía la osadía de bajarse la mascarilla en mitad del tren o del autobús porque no aguantaba más, lo cívico era reprenderle o al menos mirarle con mala cara. En resumen, nos hemos vuelto peores y más sumisos, aunque haya sectores de la izquierda que piensen que eso nos prepara mejor para las catástrofes venideras, porque seremos una carne de cuartel más dócil para seguir las consignas adecuadas. Como decía Naomi Klein: “Una de las cosas que hemos visto con la covid es cómo un Gobierno debe abordar una emergencia verdadera: no sugieres a la gente que se quede en casa, sino que se lo ordenas”.


Y si, contra nuestra costumbre, podemos pecar de optimismo, podríamos preguntarnos si después de asimilar estas certezas no habría lugar para una hipótesis que también convendría tener presente en los albores de la Era Covid. Tras haber presenciado esta reacción histérica ante el nuevo coronavirus, imaginemos que se produjera hoy una epidemia como la de la gripe española, que fue muchísimo más mortífera que la de covid-19. ¿Quedaría algún gobierno en pie en todo el planeta? ¿O se derrumbarían uno tras otro, para ser sucedidos por algo mucho peor aún de lo que ya hay?

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