-

Noticias Amor y Rabia

Baticón o la forja de un rebelde

Published on: jueves, 5 de mayo de 2022 // ,


por Julio Valdeón Blanco


El Mundo de Valladolid (20.02.2000)


A Francisco Baticón la guerra le sorprendió jugando en la Corredera, aquel camino con cielo de plátanos que iba desde la calle Torrecilla hasta la antigua diputación. Tenía cinco años y era un sabado caliente del mes de julio, un sábado dieciocho que pronto ingresaría en el calendario universal de la infamia. Desde la ingenuidad de su pelo apaisado, sus rodillas negras y su pelota de trapo no podía intuir la conspiración de lápices sin punta que acechaba a España. Salía el ejército de capitanía, enjabelgado de brillos y fusiles, y el pequeño Francisco escapó corriendo.


En Madrid el pueblo pedía armas y en Valladolid los falangistas tiroteaban la sede de la UGT. Pronto los insurrectos fieles a la legalidad republicana (¡fabulosa contradicción!) fueron detenidos y las personas formales respiraron tranquilas. Los últimos pacos disparaban desde las azoteas, entre gatos tuertos, tejas morenas y palomas asustadas, gastando pólvora en una traca con decidida vocación de fracaso.


Francisco Baticón, en fin, vio la luz en una ciudad negra, venturoso bastión de la cruzada, capital del dolor que Francisco Umbral contase, violenta y magistralmente, levantando acta de los muertos, de la sangre por las calles y los caudillos agrarios.


Estas y otras cosas de poca importancia me las cuenta nuestro hombre ante un té con limón. Me ha traído un impagable estudio del profesor Eutimio Martín sobre la represión y el «turismo penitenciario», sádica suerte de exterminio retardado que usara el franquismo por ahorrar municiones.


Baticón tiene los dedos salpicados de tabaco y en el pecho una hoguera libertaria. Los ojos, pequeños y atentísimos, me escrutan algo recelosos, deformación profesional del rebelde genético, supongo, o quizá desconfianza de un viejo anarquista hacia un asalariado del cuarto poder. Pronto regresamos al amargo sabor de la memoria.


Hijo de padre devorado por la tuberculosis, de una madre viuda cuando la viudez era un visado para villa miseria, pronto abandonó la familia el viejo hogar. No había dinero y don Victorino les acogió en el sótano de su parroquia, la iglesia de San Martín.





Y por las noches era el miedo, la luna carnívora de los vencidos, y por las noches eran los moros de Franco y los camisas negras, que llegaban borrachos de vino turbio a la calle de las putas. Los soldados golpeaban las puertas con las culatas, despertaban al niño Francisco, buscaban un catre mercenario donde eyacular su patriotismo. En las cocheras los presos aguardaban su turno, dormían de pie por falta de espacio, salían a la calle cuando todavía no había amanecido. Luego los paseaban. Para recibir su ración de olvido se les sacaba a latigazos.


El olvido es la estación donde se apean los muertos, la coartada para ocultar al asesino que aguarda en las habitaciones del pasado. Al terminar la guerra la victoria afilaba sus mayúsculas y Baticón jugaba a las canicas, frecuentaba los tebeos, «Flechas y Pelayos» etc, engañaba a la tristeza colándose en el teatro Calderón, escondido bajo los capotes de los héroes. Okal, Okal, Okal el lenitivo del dolor, Okal, Okal, es un producto superior. Por los patios del racionamiento las mujeres preguntaban si sabes de él, era gallardo y altanero, y era más rubio que la miel.


Había que sobrevivir y Baticón abandona pronto los estudios, para trabajar primero en la librería Lara y luego gráficas Gerper, cuyo propietario era íntimo de Girón y señorito excéntrico. De esos años Baticón saca el oficio de tipógrafo y un rosario de enfrentamientos laborales a los que le empuja su creciente conciencia ideológica.


Son los años del Rosarillo, germen de resistencia y lecturas prohibidas, de Martín Sampalencia y sus contactos con el exilio y la CNT, de Relieve y Domingo Rodríguez, de autodidactismo y forja en el peligroso oficio de combatir la dictadura. Duros años que le empujarán a un precipitado exilio en Alemania, huyendo de una detención que se antojaba inminente.


Francisco Baticón, crecido en el magma donde nacen los hijos de la insurgencia, vástago del hambre y de la rabia, regresó a España cuando el generalísimo moría de muerte natural. Trabajó en Miñón, levantó un mapa de banderas rojinegras y desde entonces pelea bronco y fuerte por resucitar la utopía anarquista, ese pistón que busca abrir en tajos la injusticia y denunciar la negra fruta de la alucinación humana.

ECONOMÍA