Darwin y después (y III)
Published on: domingo, 6 de mayo de 2018 //
Naturaleza,
sociedad,
titulares
Richard Dawkins y Edward O. Wilson, figuras más representativas del determinismo biológico actual. |
Por HILARY ROSE y STEVEN ROSE
Mentes y cerebros
Pocos de estos debates acaecidos en el seno de la teoría evolucionista han obstaculizado en realidad la difusión de la metáfora evolucionista más allá de sus dominios biológicos, sobre todo en los que repetidos intentos de, al menos, domesticar y limitar —y en el peor de los casos erradicar— lo social de la teorización de humanidad y, por consiguiente, de biologizar la condición humana. Dos iconos instantáneamente reconocibles han incrementado enormemente el atractivo de estas afirmaciones. La doble hélice y el cerebro multicolor en el cráneo adornan anuncios, cubiertas de libros y sobrios artículos en las revistas dirigidas a clases pudientes. La secuenciación del genoma humano hizo que hablar sobre los genes se convirtiese en artificio retórico de moda, de los anuncios de coches a la política. El diseño de Dios se halla aparentemente «en el ADN» del BMW, al igual que los valores familiares se hallan, de acuerdo con David Cameron, insertos en el ADN del Partido Conservador. En ese mismo periodo, las extraordinarias imágenes en falso color de las regiones del cerebro aparentemente implicadas en todo, desde la resolución de un problema matemático hasta el amor romántico pasando por el éxtasis religioso, obtenidas de la imagen por resonancia magnética funcional, se han convertido en moneda común de los dominicales de los periódicos. No sólo las relaciones sociales, sino los productos de la cultura humana, del arte a la música, las creencias religiosas y los códigos éticos, se afirma que son manifestaciones de un proceso de selección natural basado en los genes, con sus correspondientes ubicaciones neuronales reveladas gracias a la imagen por resonancia magnética funcional.
De nuevo, el punto de partida es Darwin, quien hizo algo más que localizar a los seres humanos en un continuum evolutivo anatómico y fisiológico. Él fundamentó los «poderes mentales» firmemente en la biología humana: las emociones humanas y sus expresiones eran para Darwin descendientes evolutivos de aquellos de sus ancestros similares a los simios[25]. La psicología evolucionista, la manifestación más reciente de la sociobiología de la década de 1970, se ha inspirado en estas premisas y en la tesis hamiltoniana de la selección parental, basándose no únicamente en que la naturaleza humana constituye una cualidad evolucionada, sino también en la afirmación profundamente no darwiniana de que aquella —en oposición al resto de la naturaleza— se fijó en el Pleistoceno no habiendo transcurrido suficiente tiempo evolutivo para que haya cambiado ulteriormente.
A partir de Wilson, el argumento es que la evolución biológica no ha podido mantener el paso siguiendo el ritmo del cambio cultural, diferencial que fomenta la contradicción de «mentes de la Edad de Piedra en el siglo XXI». Sin embargo, la evidencia apunta a la velocidad con lo cual la cultura ha impulsado el cambio biológico humano, desde la fisiología digestiva a la estructura cerebral. Por ejemplo, originalmente, la mayoría de los seres humanos adultos, como la mayoría de otros mamíferos adultos, tenían dificultades para digerir la leche. La enzima presente en los niños que hace posible digerir el azúcar de la leche, la lactosa, se desactiva cuando el niño crece. Sin embargo, durante los últimos tres mil años, en las sociedades que domesticaron ganado, proliferaron las mutaciones que permitieron la tolerancia de la lactosa en los adultos. Hoy la mayoría de éstos en las sociedades occidentales, a diferencia de los asiáticos, son portadores de la mutación y los productos lácteos forman parte de su dieta habitual.
Ni el conjunto de pruebas sobre el grado en que la psicología y la anatomía humanas han evolucionado durante el millar de generaciones que aproximadamente nos separan de nuestros ancestros del Pleistoceno, ni el hecho de que no tengamos idea alguna de su psicología —y ningún modo de conocerla— disuaden a los teóricos. Consideremos las afirmaciones del psicólogo evolutivo Marc Hauser en su libro Moral Minds, reveladoramente subtitulado «Cómo la naturaleza diseñó nuestro sentido universal del bien y el mal»[26]. No se trata únicamente de que los requerimientos de vivir de acuerdo con las especificidades de uno mismo o las respuestas emocionales innatas a las necesidades de los otros puedan haber contribuido a conformar los códigos morales. En realidad, del mismo modo que Chomsky sostiene que existe una gramática lingüística universal, para Hauser la humanidad se halla dotada de un conjunto universal de principios morales, independientes del contexto cultural o social. Hauser reconoce variaciones culturales, tales como matar por honor o la homofobia, en el modo en que se expresan los principios, pero sostiene que a pesar de la variación existen universales subyacentes. Sin embargo, si la expresión de estos principios es tan variada, invocar un imperativo evolutivo no explica nada. Las recomendaciones políticas que derivan de este imperativo son perturbadoras: Hauser quiere que los «expertos políticos» «escuchen con más atención a nuestras intuiciones y redacten políticas que tomen en cuenta eficazmente la voz moral de nuestra especie». En la siguiente sentencia juega a dos bandas al sugerir que los expertos no deberían aceptar ciegamente esta moralidad universal, ya que algunas de nuestras intuiciones evolucionadas han «dejado de ser aplicables a los problemas sociales actuales». Una teoría omnicomprensiva dotada de una cláusula de exoneración tan enorme como ésta escasamente merece ser objeto de consideración. Se nos presenta un enigma más: ninguno de los teóricos de la sociobiología o de la psicología evolucionista, del psicólogo Steven Pinker a Wilson, Hauser y Dawkins, cree que sea evidentemente obligatorio obedecer las demandas de nuestros genes egoístas. Las sentencias que cierran El gen egoísta de Dawkins explican que «nosotros» los humanos, a diferencia de otras especies, podemos escapar a su tiranía. Para Wilson, una sociedad menos sexista puede lograrse si «nosotros» la deseamos, aunque pagando el precio de una pérdida de «eficiencia»[27].
Para Pinker, «incluso las explicaciones evolucionistas de la división del trabajo tradicional [sic] en virtud del sexo no implican que sea inmodificable o "natural" en el sentido de buena o algo que debería ser impuesto a las mujeres u hombres individuales que no se muestren de acuerdo con la misma»[28]. Cuando Pinker nos dice que ha decidido no tener hijos, ¿mediante qué proceso niega este imperativo genético? ¿Existe una ubicación en el cerebro, un gen para el libre albedrío? El teórico de la mente guarda silencio. El sentido de su agencia personal es siempre evidente, pero su teoría no proporciona explicación alguna al respecto; él escapa como por ensalmo. A pesar de ello, como Pinker o Wilson, nosotros nos comprendemos como seres pensantes, morales, emocionales y capaces de decisión, siendo imposible ignorar el problema de la agencia humana.
Renaturalizar a las mujeres
Un proyecto fundamental del feminismo ha sido excluir a las mujeres de la naturaleza para incluirlas en la cultura, permitiéndolas que se conviertan en sujetos en vez de objetos de la historia. El impulso predominante del feminismo de la década de 1970 apuntó a un fuerte construccionismo social; la referencia al cuerpo fue dejada de lado como esencialista. Las biólogas feministas tenían dificultades a la hora de suscribir este planteamiento. Para aquellas más predispuestas a la teoría, la biología sexista y la sociedad patriarcal se sostenían recíprocamente, mientras que para aquellas con inclinaciones más empíricas, la biología sexista era el resultado de una ciencia mal concebida y sesgada. El asalto de los deterministas biológicos elevó los envites políticos, cuando biólogos feministas de todo tipo empezaron a enfrentarse a los mismos.
Una preocupación primordial de la sociobiología y de la psicología evolucionista ha sido la selección sexual darwiniana y por ende las diferencias físicas y psicológicas existentes entre mujeres y hombres. Cuando se publicó Sociobiología, la segunda ola del feminismo estaba en su ápice y la hostilidad ante cualquier tipo de reducción de las mujeres a su biología conocía su momento más intenso. Un colectivo constituido por 35 miembros, que incluía a la bióloga Ruth Hubbard, al genetista de las poblaciones Richard Lewontin y al paleontólogo Stephen Jay Gould, todos ellos colegas en Harvard de Wilson, publicaron el influyente texto Biology as a Social Weapon, en el que acusaban a éste último de un grueso determinismo genético que naturalizaba las jerarquías existentes de poder y control sobre los recursos entre clases y géneros, y estimulaba el racismo[29].
El psicólogo evolucionista Steven Pinker traslada la teoría darwinista al comportamiento humano. |
La psicología evolucionista pretende adscribir todas las características de género existentes en la sociedad contemporánea a la diferencia biológica, universalizando el comportamiento de la totalidad de las hembras/madres y de los varones/padres. Políticamente, intenta desbaratar los logros del feminismo de la década de 1970 optando por ignorar las teorías más matizadas de la actualidad, que reconocen la importancia del cuerpo. Como respuesta a ello, las biólogas feministas volvieron sus ojos a las preocupaciones de Antoinette Brown Blackwell, pero ahora totalmente pertrechadas[30]. Ruth Hubbard desafió la androcentricidad y el determinismo biológico de la teoría darwiniana, preguntándose: «¿Únicamente han evolucionado los hombres?»[31]. Primatólogas feministas como Jeanne Altmann, Nancy Tanner y Linda Marie Fedigan, aun reconociendo la importancia de los monos en la narrativa de la evolución, comenzaron a dar una respuesta a esta cuestión mediante su trabajo de campo. Fundamentalmente, Adrienne Zihlman destronó el mito del «hombre cazador» como suministrador de alimento, demostrando que la recolección, básicamente realizada por mujeres, proporcionó la mayor parte de la nutrición esencial durante la transición a la sociedad humana primigenia.
Las recolectoras-cazadoras reemplazaron al hombre cazador en la explicación de los orígenes humanos y así el género subordinado ocupó el centro de la escena. La importancia del estudio de los primates como campo de batalla de los orígenes humanos fue reconocida por la historiadora de la ciencia feminista Donna Haraway. Para ella, como para Marx, el análisis de la naturaleza de los científicos refleja y constituye la sociedad y la cultura. Haraway reconstruye la narrativa primatológica presente en los dioramas de los museos de historia natural, que celebran al hombre como cazador y restringen las actividades de las mujeres a cocinar y cuidar de los hijos, así como la narrativa imperial de la raza blanca naturalmente dominante[32].
Para la mayoría de las feministas, especializadas en las ciencias de la vida o en otro campo del conocimiento, la sociobiología feminista es un oxímoron, siendo su determinismo hostil al feminismo. Existe no obstante una contracorriente feminista dentro de la sociobiología que, aunque todavía explica las relaciones humanas como determinadas por la naturaleza, lee el orden natural de modo diferente. A diferencia de otras primatólogas feministas, Sarah Blaffer Hrdy es una sociobióloga declarada, pero igualmente comprometida con la reestructuración de la primatología. Los estudios de Hrdy de los langures y otros monos se centran en las hembras y sus prácticas de crianza, celebrando la función de éstas como fuerza motriz de la evolución humana. Hrdy hace hincapié en el carácter único del cuidado de niños por parte de los humanos: las madres chimpancés, bonobos y gorilas también deben cuidar de su prole durante largos periodos de tiempo, pero se muestran reticentes a compartir estas tareas con terceros. Por el contrario, las madres humanas permiten que terceros en quienes confían —se hallen unidos por vínculos de parentesco o no— cuiden a sus bebes y compartan el cuidado, la crianza y la educación de los niños[33]. Hrdy denomina a esto «crianza aloparental», pero aunque su concepto nos distingue de otros primates las ciencias sociales todavía tienen que documentar, en un contexto social específico dado, en qué grado esta actividad compartida es ayuda mutua y en qué grado la explotación de los trabajadores mal pagados son fundamentalmente mujeres.
Como Hrdy, la etóloga feminista Patricia Gowaty es sociobióloga. Lo que Darwin consideró como «avidez» masculina, y la masculinista psicología evolucionista salazmente rebautizó como «promiscuidad», Gowaty lo denomina «ardor», un término menos cargado, señalando que en muchas especies que ha estudiado tanto los machos como las hembras muestran esta característica[34]. De modo similar, si bien tanto Darwin como la psicología evolucionista invocan la «timidez» femenina en la selección de compañeros sexuales, las etólogas feministas sostienen a partir de sus observaciones de campo, que la timidez es un mito y que las hembras al igual que los machos toman la iniciativa. Pero si la reflexión se extrapola a los humanos, incluso estos avances importantes llevan aparejada la vulnerabilidad a la cooptación en una diferencia binaria sexual y de género preordenada. Conscientes de este peligro, las biólogas feministas han luchado para eliminar los conceptos extraídos del comportamiento humano, reemplazándolos por términos que describen más precisa y menos salazmente el comportamiento animal. Así, han cosechado éxito al eliminar el concepto «violación» de las revistas de comportamiento animal y reemplazarlo por el de «sexo forzado». Tal redenominación eliminó el lenguaje sexista institucionalizado de las revistas.
La obsesión de la psicología evolucionista y de la sociobiología con el sexo humano en ocasiones linda lo pornográfico. Tomemos como ejemplo la sugerencia de que las mujeres experimentarán más orgasmos cuando practiquen el sexo adúltero con un varón bien proporcionado que lleve un reloj Rolex. Que tales datos puedan ser recopilados y su consistencia verificada es difícil de creer. En esa misma línea se afirma que los hombres prefieren tener relaciones con mujeres más jóvenes que presenten ratios bajos de cintura-cadera (una señal de fertilidad, según determinadas opiniones), mientras que las mujeres optan por más viejos, ricos y poderosos, lo cual plantea dudas metodológicas similares. El antropólogo evolucionista Robin Dunbar cita un estudio de 1.000 anuncios de personas en busca de pareja procedentes de Estados Unidos, Holanda e India en apoyo de estas afirmaciones universales[35]. Las mujeres de Rubens y las figuras venusianas carentes de cintura de las culturas del Paleolítico se dejan al margen junto con las semejantes a Victoria Beckhan y Kate Moss, mientras que Orgullo y prejuicio de Jane Austen es citado como un manual elemental de psicología evolucionista en cuestiones de política sexual. El arte, la literatura y la música, respecto a los cuales no puede determinarse una función biológica inmediatamente obvia, se presentan como equivalentes humanos de la atracción sexual de la cola del pavo real. Parece que en Lascaux, Pech Merle y Altamira, los hombres del Pleistoceno (que eran varones se da por supuesto) entraban con sus antorchas hasta las profundidades de las cuevas, enfrentándose valerosamente a los osos que allí habitaban, para pintar bisontes y caballos sobre sus paredes para impresionar y atraer a las mujeres de este periodo geológico.
Tales afirmaciones dan por cierto que la única función biológicamente evolucionada del sexo es la procreación, ignorando la evidencia sustantiva, inicialmente recopilada por las etólogas feministas, de que la actividad sexual entre uno de los parientes más próximos de los humanos, los bonobos, puede divorciarse de la reproducción, teniendo lugar mediante todo tipo de pautas de comportamiento y de combinación de parejas como parte de la vida cotidiana del grupo[36]. La investigación de las ciencias sociales relativa a la diversidad de las prácticas sexuales humanas (espoleada por la crisis del VIH/SIDA) ha sostenido y profundizado este análisis, pero ni la psicología evolucionista ni la sociobiología, sean feministas o de otro tipo, están preparadas para reconocer las ciencias sociales, y mucho menos su contribución al conocimiento. El proyecto de la sociobiología, tan nítidamente establecido por Wilson, es hacer las ciencias sociales innecesarias.
Leyes de la naturaleza
Para los biólogos, la evolución es un hecho, sin embargo, desde los días de Darwin a la actualidad, el proceso, el tiempo y el ritmo del cambio evolutivo ha sido objeto de continuo debate. La selección natural de Darwin, incluso fortalecida por la selección sexual (y dejando de lado las críticas efectuadas previamente de reducir lo social a lo natural), no le permitió ofrecer un mecanismo para la preservación de las características favorecidas. Su teoría se desbarató y fue temporalmente reemplazada por la teoría de la mutación basada en Mendel y la nueva ciencia de la genética, lo cual dio lugar a la síntesis moderna o neodarwinistas en la década de 1930. Su ampliación con la «nueva síntesis» de la sociobiología y la selección parental en la década de 1970 parecía ofrecer un cierre profundamente afín al individualismo posesivo de la economía política neoliberal. El determinismo genocéntrico, el «mito del gen», triunfaba. Y sin embargo, incluso en el momento en que se establecían los fundamentos de la «nueva síntesis», el concepto mismo de gen sobre el que se basaba la teoría fue desafiado por mor del nacimiento de la genética molecular. El neodarwinismo, con su intento de expulsar al organismo para reducir incluso el entorno a un aspecto de un «fenotipo extendido» y, por consiguiente, en definitiva, a un epifenómeno del gen, comenzó a ser objeto de disputa. ¿Se trataba de una teoría zombi, muerta sin saberlo?
La paleoantropóloga Adrienne Zihlman rompió con la idea del 'hombre cazador' como principal sustento de las sociedades primitivas. |
Las ciencias naturales han asumido y les ha sido otorgada la autoridad cultural de hablarnos sobre el mundo natural, sobre quiénes somos y de dónde venimos. No es únicamente una visión particular de la selección natural la que se ha convertido en el ácido universal, sino la propia competencia explicativa de la ciencia misma. Aquellos que avanzan afirmaciones tan preñadas de consecuencias harían bien en recordar la observación de Darwin contenida en El viaje del Beagle: «Si la miseria de nuestros pobres fuera causada no por las leyes de la naturaleza, sino por nuestras instituciones, grande sería nuestro pecado»[37]. En el contexto de la actual crisis del capitalismo global, esta reflexión es tan crucial como cuando fue escrita.
Nº 63 - Julio/Agosto 2010
NOTAS:
[25] Por el contrario, Wallace, el coproponente de la selección natural, se opuso a la extensión del principio a la emergencia de los seres humanos.
[26] Marc Hauser, Moral Minds, Londres, 2006 [ed. cast.: La mente moral, Barcelona, Paidós, 2008].
[27] E.O. Wilson, On Human Nature, Cambridge (MA), 1979.
[28] Steven Pinker, How the Mind Works, Londres, 1998 [ed. cast.: Cómo funciona la mente. Barcelona, Destino. 2001].
[29] Ann Arbor Science for the People Editorial Collective, Biology as a Social Weapon, Minneapolis, 1977 [ed. cast.: La biología como arma social, Alhambra, Madrid, 1982].
[30] Véase, por ejemplo, la serie Genes and Gender, editada por Ethel Tobach, Betty Rosoff, Ruth Hubbard, Marion Lowe y Anne Hunter, Nueva York, 1978-1994.
[31] Cuestión incluida en Ruth Hubbard, Mary Sue Henifin y Barbara Fried (eds.), Women Look at Biology Looking at Women, Boston, 1979, pp. 7-36.
[32] Donna Haraway, Primate Visions, Londres, 1989. Haraway denomina a estas narrativas «cuentos», sean los de la primatología androcéntrica y racista dominante o los de la nueva primatología feminista. Bien recibida por los postestructuralistas y los posmodernos que negaban la posibilidad de la verdad, su análisis se topó con una recepción hostil no únicamente de los primatólogos masculinistas sino inicialmente también feministas. La postura epistemológica de Haraway es ambigua, por decirlo suavemente: tras haber dejado de lado los análisis arduamente elaborados de los primatólogos (incluidos los suyos) como «cuentos», ella observa que algunos cuentos son mejores que otros.
[33] Sarah Blaffer Hrdy, The Woman that Never Evolved, Cambridge (MA), 1981, y Mothers and Others, Cambridge (MA), 2009.
[34] Patricia Gowaty, «Sexual Natures», Signs XXVIII, 3 (2003), pp. 901-921.
[35] Robin Dunvar, How Many Friends Does One Person Need?, Londres, 2010.
[36] Frans de Waal, Our Inner Ape, Nueva York, 2005 [ed. cast.: El mono que llevamos dentro, Barcelona, 2007].
[37] C. Darwin, Voyage of the Beagle, Nueva York, 1909, p. 526.